Píldoras de la crítica. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Bruno Bettelheim

Píldoras de la crítica. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Bruno Bettelheim

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

“Los cuentos tratan, en forma literaria, de los problemas básicos de la vida, particularmente los inherentes a la lucha por alcanzar la madurez”.

“… el valor de los cuentos de hadas es que proporcionan respuestas, por muy fantásticas que sean, incluso a preguntas de las que no somos conscientes porque nos inquietan tan sólo a nivel inconsciente”.

“Los cuentos de hadas suelen plantear, de modo breve y conciso, un problema existencial. Esto permite al niño atacar los problemas en su forma esencial, cuando una trama compleja le haga confundir las cosas. El cuento de hadas simplifica cualquier situación. Los personajes están muy bien definidos y los detalles, excepto los más importantes, quedan suprimidos. Todas las figuras son típicas en vez de ser únicas.

Contrariamente a lo que sucede en las modernas historias infantiles, en los cuentos de hadas el mal está omnipresente, al igual que la bondad. Prácticamente en todos estos cuentos, tanto el bien como el mal toman cuerpo y vida en determinados personajes y en sus acciones, del mismo modo que están también omnipresentes en la vida real, y cuyas tendencias se manifiestan en cada persona. Esta dualidad plantea un problema moral y exige una dura batalla para lograr resolverlo”.

“Los cuentos de hadas, a diferencia de cualquier otra forma de literatura, llevan al niño a descubrir su identidad y vocación, sugiriéndole, también, qué experiencias necesita para desarrollar su carácter. Estas historias insinúan que existe una vida buena y gratificadora al alcance de cada uno, a pesar de las adversidades; pero sólo si uno no se aparta de las peligrosas luchas, sin las cuales no se consigue nunca la verdadera identidad. Estos cuentos prometen al niño que, si se atreve a entregarse a esta temible y abrumadora búsqueda, fuerzas benévolas acudirán en su ayuda y vencerá”.

“El cuento es terapéutico porque el paciente encuentra sus propias soluciones mediante la contemplación de lo que la historia parece aludir sobre él mismo y sobre sus conflictos internos, en aquel momento de su vida”.

“Los que criticaron los cuentos populares de hadas llegaron a la conclusión de que, si había monstruos en los cuentos que contaban a los niños, éstos tenían que ser muy bondadosos, pero se olvidaron del monstruo que el niño conoce mejor y que más le preocupa: el monstruo que teme ser él mismo y que, a veces, le persigue. Al no hablarle de este monstruo que se encuentra en el interior del niño, escondido en su inconsciente, los adultos evitan que el niño le dé forma mediante las imágenes de los cuentos de hadas que conoce. Despojado de tales fantasías, el pequeño no consigue conocer bien este monstruo y no sabe qué puede hacer para dominarlo. En consecuencia, el niño experimenta sin remedio las peores angustias; lo cual es mucho peor que si le hubiesen contado cuentos de hadas con los que dar forma a estas angustias y, de este modo, poder vencerlas. Si nuestro temor a ser devorados se encarna de manera tangible en una bruja, podremos librarnos de ella quemándola en el horno”.

Y está la importancia del final feliz. “La felicidad, que es el alivio principal que el cuento nos puede proporcionar, tiene sentido a dos niveles. Por ejemplo, la unión permanente de un príncipe y una princesa simboliza la integración de los aspectos dispares de la personalidad — psicoanalíticamente hablando, del ello, yo y super-yo— y el logro de una armonía de las tendencias, hasta entonces discordantes, de los principios masculino y femenino, como se discute en conexión con el final de «Cenicienta». Desde el punto de vista ético, dicha unión es símbolo, a través del castigo y la eliminación del mal, de una unidad moral en el plano más elevado. Al mismo tiempo, simboliza que la angustia de separación se supera para siempre cuando se encuentra la pareja ideal, con la que se establece la relación personal más satisfactoria”.

[Y veamos otra mirada, de Úrsula K. Le Guin:

«El artículo de Francine Prose sobre «La bella durmiente», dicho sea de paso, demuestra elegantemente que en realidad no conocemos los cuentos que creemos conocer desde siempre. Yo guardaba en la mente una clara imagen de la duodécima hada y la rueca, pero nunca me había enterado de las idas y venidas que ocurren después del casamiento. Tal y como lo conocía, como lo conocen la mayoría de los norteamericanos, el cuento terminaba cuando el príncipe besaba a la bella y todo el mundo se preparaba
para la boda.
Y no fui consciente de que me ofreciera un sentido particular o me fascinara especialmente, de que ejerciera «cierta influencia» en mí, hasta que, ya cumplidos los sesenta años, me crucé con la evocación del cuento que hace Sylvia Townsend Warner en un pequeño poema (incluido en sus Collected Poems):
La bella durmiente despertó.
El asador empezó a dar vueltas,
el leñador podaba los arbustos,
el jardinero cortaba el césped.
¡Ay de mí! ¿Y debe un beso
despertar la casa silenciosa,
el canto de los pájaros
en las soledades?
Como a menudo la poesía, esas palabras me transportaron más allá de ellas mismas, a través del seto de espinas, hasta un lugar secreto.
Pese a su dulce brevedad, la pregunta que se hace en los cuatro últimos versos constituye una «revisión» del cuento, una subversión. Por poco no lo cancela.
Se supone que el manto de sueño extendido sobre el castillo y su jardín es el efecto de un hechizo, una maldición; se supone que el beso del príncipe aporta un final feliz. Townsend Warner pregunta: ¿qué es un hechizo, al fin y al cabo? El seto de zarzas se rompe, los cocineros fruncen el ceño sobre sus cuencos de avena, los campesinos vuelven a labrar la tierra o cosechar, el gato se abalanza sobre el ratón, papá bosteza y se rasca el cráneo, mamá se levanta de un salto convencida de que los criados han hecho de las suyas mientras dormía, la bella se queda mirando medio confundida al joven sonriente que ha de llevársela y convertirla en su esposa. Todo vuelve a la normalidad, lo cotidiano, lo ordinario, la vida
corriente. El silencio, la paz, la magia desaparecen.
La verdad, la poeta hace una pregunta grandiosa y profunda. Me permite entrar en el cuento mejor que ninguna reducción freudiana o junguiana o bettelheimniana. Me deja ver lo que me parece que es el
sentido del cuento.
Creo que el cuento versa sobre ese centro tranquilo: «la casa silenciosa, el canto de los pájaros en las soledades».
Nos quedamos con esa imagen. El humo inmóvil en la chimenea. La rueca que se ha caído de la mano estática. El gato dormido cerca del ratón que duerme. Ningún ruido, agitación, actividad. Una paz total. Nada se mueve salvo el crecimiento sutil y lento de las zarzas, cada vez más densas y altas en torno al recinto, y los pájaros que pasan volando sobre el seto y siguen su camino.
Es el jardín secreto; es el edén; es un sueño de una seguridad total y soleada; es el reino inmutable.
Infancia, sí. Celibato, virginidad, sí. Un atisbo de adolescencia: un lugar oculto en el corazón y la mente de una muchachita de doce o quince años.
Allí se encuentra ella en soledad, contenta, donde nadie la conoce. Piensa: No me despertéis. No intentéis conocerme. Dejadme en paz…
Al mismo tiempo, sin duda está gritando por la ventana en otro rincón de su ser: ¡Aquí estoy, venid, apresuraos y venid! Y se suelta el cabello, y el príncipe se precipita escaleras arriba, y se casan, y el mundo sigue. Cosa que no ocurriría si la muchacha se quedara en su rincón oculto y renunciara al amor, el matrimonio, la reproducción, la maternidad y todo el resto.
Pero al menos gozó de un tiempo sola, en su propia casa, en el jardín del silencio. Demasiadas bellas ni siquiera saben que existe un sitio así»].

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