Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid

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Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid

¿Qué es el amor, qué su ausencia?

“Observar a cualquier ser humano desde su infancia, ver cómo alguien viene al mundo, como si fuera el capullo de una nueva flor, con los pétalos apretados al principio uno alrededor del otro, luego separándose, desplegándose según el curso natural de las cosas, abriéndose en su eclosión, la vida de ese florecimiento, tiene que ser maravilloso contemplarlo; ver la experiencia acumulada en los ojos, en las comisuras de los labios, la gravedad del ceño, la pesada carga en el corazón y el alma, la capa cada vez más gruesa alrededor de la cintura, los pechos, el paso más pausado no por la senectud, sino solo por la prudencia que infunde la vida… Todo eso es algo tan maravilloso de observar…, es maravilloso contemplarlo; el deleite que supone para el observador, para quien lo contempla, establece una corriente invisible entre ambos, el observado y el observador, el contemplado y aquel que contempla, y personalmente creo que ninguna vida está completa, ninguna vida es realmente plena sin esa corriente invisible, que es en muchos aspectos una definición del amor”.

Contemplar a la hija, al hijo, florecer. Saberse contemplado floreciendo a la vida. ¿Y si no hay nadie que te contemple?

“Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre yo y la eternidad; a mi espalda soplaba siempre un viento negro y desolado … esa mujer cuyo rostro yo nunca había visto, pero al final no había nada, nadie entre mi persona y ese negro espacio que es el mundo. Sentí entonces que durante toda mi vida había estado al borde de un precipicio, que mi pérdida me había hecho vulnerable, dura y desvalida … Cuando mi madre murió dejándome a mí, una vulnerable criatura, enfrentada al mundo entero, mi padre me puso al cuidado de la misma mujer a la que pagaba para que le lavase la ropa”, Ma Eunice, Eunice Paul de nombre.

Y, “cómo puede ningún hijo comprender una cosa así, un abandono tan profundo”.

El padre ausente e indiferente. Ma Eunice carente de todo afecto, y era mutuo.

“No puedo hablar más que de aquello que no tuve; solo puedo valorarlo comparándolo con lo que sí tuve y encontrar en la diferencia la desdicha como resultado”.

A los siete años, el padre la busca y la lleva a su nueva casa con su nueva esposa. “Yo no le gustaba. No me quería. Lo notaba en la expresión de su rostro. Mi espíritu se elevó para afrontar aquel desafío. Sin amor: era capaz de vivir en un lugar así. Conocía aquella atmósfera demasiado bien. El amor me había defraudado. El amor siempre me defraudaría. Podía vivir perfectamente en un ambiente sin amor; podía tener mi propia vida en aquella atmósfera carente de amor”.

Su padre, policía, y socio de su suegro, un ladrón con quien robaban juntos, “esa forma suya de causar sufrimiento estaba muy bien calculada; él formaba parte de todo un sistema de vida imperante en la isla que perpetuaba el dolor”. A pesar de eso, “él amaba, él amaba; él se amaba a sí mismo. Quizá esa sea la forma de amar de todos los hombres”.

Y como en la casa, en la escuela no conocía el amor. Los padres enseñaban a los hijos a desconfiar unos de otros, por no ser de familias respetables. El trayecto de 8 kilómetros desde la casa a la escuela podía ser peligroso. Transcurrían sus días en “el odio y el aislamiento en que todos nosotros vivíamos inmersos”.

El temor, el odio, el rechazo, no era necesariamente a los otros, aunque a los otros se dirigiera: “la esposa de mi padre empezó a tener sus propios hijos. Primero dio a luz un niño, luego tuvo una niña. Eso tuvo como resultado dos cosas perfectamente previsibles: a mí me dejó en paz y demostró mucha más estima por su hijo que por su hija. Que no se preocupara mucho de la persona que más se parecía a ella, una hija, una hembra, era algo tan normal que pasaba desapercibido, otro tipo de actitud sí habría llamado la atención: para la gente como nosotros, desdeñar cualquier cosa que se nos asemejara era casi ley de vida”.

Aquella “gente como nosotros” eran acaso todas las gentes de allí. En Dominica su capital, Roseau, “la realidad era en todos los aspectos tan terrible que la mayoría de situaciones tenían que ser disfrazadas llamándolas por otro nombre, un nombre totalmente antagónico a su esencia”; “sus cimientos eran frágiles, y cada cierto tiempo se veía asolada por las fuerzas de la naturaleza, un huracán o lluvias torrenciales, agua y más agua cayendo del cielo como si de repente tuviéramos el mar encima y los cielos debajo”; había entonces muchos sitios como Roseau, reductos de desesperación”. Y allí fue llevada, Xuela Claudette Richardson, pero tu nombre resume tu historia, mejor ni mencionarlo, a la casa de monsieur y madame LaBatte a continuar sus estudios; allí, donde monsieur LaBatte y la poseyó, y su mujer la preparó sutilmente para entregarla a su marido. Y quedó embarazada, y madame LaBatte, que no podía tener hijos, se puso feliz. Se puso en manos de una señora a la que todos llamaban Sange- Sange, y lo perdió. Y dejó la casa de los LaBatte. “Mi vida estaba más que vacía. Nunca había tenido madre, acababa de renunciar a convertirme en madre yo misma, y entonces ya sabía que aquel rechazo sería total y definitivo”.

Más tarde se casó con Philip médico inglés, y pensaba en Roland, estibador, cuando tenía sexo con su marido, y a quien sí quería, la primera persona que quiso.

Pero no importa realmente. Porque estamos inmersos en “una atrocidad tan desbordante, tan voluptuosa: la vida misma”, y entonces “pregunto: ¿Qué es lo que hace que el mundo gire en mi contra y en contra de todos los que son como yo?”.

Acaso estar entre las vencidas -huérfana de madre ya apenas nacida, abandonada por el padre, odiada por la madrastra, poseída por quienes debían cuidarla, mezcla de africana y criolla inmersa en reductos de desesperación- fuera lo que le permitió, setenta años después, comprender el amor tan sencillamente como esa “corriente invisible” entre la mirada de la madre y su hija.

(Traducción: Alex Pérez)

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