
A partir de
La vida del rey Enrique VIII, de Shakespeare
Las conspiraciones dominan la vida de palacio. El cardenal Wolsey, el hombre más poderoso del reino, investido de todo ese poder por el propio Enrique VIII, buscó y obtuvo la muerte del duque de Buckingham.
Cuando el rey, prendido de Ana Bolena, buscó el divorcio de su mujer la reina Catalina, después de veinte años de casados, fingió apoyarlo mientras enviaba una carta al Papa en Roma para impedirlo, porque la nueva amada de Enrique VIII era una “rabiosa luterana”.
Fingió apoyar a su rey y habló con dureza a Catalina cuando intentó rechazar la pretensión de Enrique VIII: “El corazón de los príncipes besa la obediencia, tanto la aman; pero antes las almas rebeldes se hinchan de indignación y estallan terribles como las tempestades”.
Pero la carta fue interceptada. Y con la carta, el inventario de fabulosas riquezas que había acumulado el atrevido cardenal aprovechando su poderosa posición.
Su caída era inevitable. ¿Qué lleva a una persona así encumbrada a acercarse al precipicio que pueda verlo resbalar?
Su caída lo obligó a volverse sobre sí mismo: “Ahora me conozco a mí mismo, y siento en mi interior una paz por encima de todas las dignidades de la tierra”.
¿Qué vio en sí mismo? Empezó por admitir que perseguía sus fines particulares, “es decir, ganar el papado y asalariar a mis amigos de Roma”, dejando los fines del reino que era lo que debía perseguir.
Pero sobre todo, que “… he ido más lejos que allí donde podía posar mis pies. Mi orgullo demasiado henchido de aire, ha reventado en toda su extensión debajo de mí … ¡Vaya pompa y gloria de este mundo! … ¡Oh! ¡qué desdichado es el infeliz que depende del favor de los príncipes!”.
Y aconseja a su secretario: “Observa bien mi caída y la causa de mi ruina, te lo recomiendo: rechaza la ambición. Por este pecado cayeron los ángeles. ¿Cómo, pues, el hombre, la imagen de su creador, puede esperar vencer por este pecado?”.
Poderosísimo, fue recordado por su orgullo sin límites, su despotismo, su doblez, el solo estar en armonía tramando la ruina de los otros. Sin embargo, un hombre bueno recordaba algunas buenas obras: “los vicios de los hombres quedan grabados en bronce; sus virtudes se escriben en agua”.
Entre las tempestades de conspiraciones, el rey arbitra, aunque siempre a destiempo; los poderes en la sombra ya han hecho su daño.
¿Será solo en ocasión de una caída inminente, que podamos ser capaces de volvernos sobre nosotros mismos?