Goya, de Lion Feuchtwanger

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Goya, de Lion Feuchtwanger

“En el siglo XVI, hubo dos grandes representantes del hombre español; uno, el caballero, el Grande; el otro, el pícaro, el de abajo, el granuja, que vegetaba en constante y subterránea lucha contra todos con la astucia, el engaño y la presencia de espíritu. El pueblo y sus poetas y literatos honraban y ensalzaban al héroe y al caballero, pero no glorificaban ni amaban menos al pícaro y a la pícara ,.. En el siglo XVIII, el pícaro y la pícara se habían transformado en majos y majas”.

A sus cuarenta y ocho años, Goya se había encumbrado. Lo encontramos en uno de los palacios de doña Cayetana, duquesa de Alba, y el amor, más, la pasión, más la irrefrenable mezcla de amor y odio, calma e inquietud, distancia y cercanía, complacencia y hostilidad se apodera de ambos, de uno por la otra.

Mezcla que es la mezcla que carga Goya. “llegué muy arriba, Magníficamente arriba… Soy pintor de cámara, pronto seré presidente de la Academia, tengo el mejor don visual de España, la mano más hábil; todos me envidian, pero te confieso, Martín, que todo es pura fachada y detrás inmundicia”, le dice a su amigo.

Más mezclas. Devoto de la Virgen, respetuoso de los reyes y los Grandes, a los que retrata, se rodea de los liberales.

Más mezclas. Cuando sus amigos liberales lo arrastran a intervenir en política, responde “soy solo pintor”, sin dejar de intervenir de un modo u otro.

También con su pintura. Abandona la línea, trabaja su gris, el gris de Goya. Retrata a la familia real y a los Grandes, pero, cada vez más, tal como son, aún con su fealdad, que realza con el brillo exterior de su vestimenta y condecoraciones. Y ellos no lo ven, ven solo la magnificencia que quieren ver.

Más mezclas. Su enfermedad, la sordera repentina, se hace permanente, signo de demencia le dicen. Y los demonios lo invaden. Pero se rió: pintaría más, y mejor.

Y lo hizo. Mientras España descendía oscuramente. “¿Qué hiciste en todo este tiempo en que hundieron a España en la noche maloliente?”, le grita indignado a Goya su aprendiz, ayudante, y amigo Agustín Esteve. Indignado, sí, en esa España con un don Manuel, el hombre más poderoso del reino, elevado a infante por capricho de la reina con quien tenía un hijo bastardo, otro más con la condesa de Castillofiel, ayer la Pepa Tudó, otro más con su mujer la infanta Teresa a la que casaron con él sin poder decidir nada; jugando al bando de Napoleón y de la Santa Sede, alentando a liberales y aliándose con ultramontanos; esa España con la Inquisición aún poderosa; esa España que destierra a sus mejores pensadores como un Jovellanos.

Pero, “¿había otra persona que en esos amargos meses viera con tal sombría claridad la desgracia de España? ¿Había quien mostrara con tanta evidencia esa situación? Y allí, en el templo de los Caprichos, Esteve le reprochaba su ceguera, su indolencia, su insensibilidad … Abrió el cajón, sacó una cantidad de dibujos y aguafuertes”. Y Agustín estremecido vio, y “se veía otro Goya, desconocido, descubridor de un universo más vasto que nunca”.

Mezclas, mezclas. Podía ver “cuántas cualidades contradictorias podía haber y hay en un ser humano”. En sus pinturas “hay algo más que la realidad”, o, hay la realidad real que allí fuera vemos, reluciente y miserable, y la que está dentro de cada uno de nosotros, con sus demonios.

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