ARTE Y LITERATURA. La lucha con el ángel, Delacroix. Vargas Llosa

“Pero la figura que con justicia se asocia más ahora con Saint- Sulpice es Delacroix, gracias a la Lucha con el ángel, el principal de los murales de la capilla de los Santos Ángeles. Le tomó cerca de siete años pintarlo y su gestación, es una demostración ejemplar de aquel combate invisible pero feroz contra la incertidumbre, el desfallecimiento, los imprevistos y demás obstáculos que, según la imaginación romántica, el creador debe vencer para producir una obra maestra. Desde entonces, ésta es una de las lecturas metafóricas más frecuente de aquel episodio del Antiguo Testamento (Génesis, XXXII) en el que Jacob lucha a lo largo de toda una noche con un desconocido que le sale al encuentro, cerrándole el paso, a orillas del río Yabboq. Al amanecer, éste cede, indicando de este modo que Jacob ha superado la prueba. ¿Con quién ha luchado? ¿Con el propio Dios? ¿Con un ángel? ¿Contra sí mismo?

Delacroix debió luchar, ante todo, contra la humedad de un muro que absorbía los aceites y destruía una y otra vez la base del mural. Cuando esta dificultad fue superada, surgieron otras, muchas, empezando por unas crisis de desmoralización y de dudas que lo arrancaban de Saint- Sulpice y lo ahuyentaban a la campiña, donde, solo y entre los árboles, meditando, reconstituía su ánimo y su capacidad de trabajo. Nunca se casó y, aunque se le conocieron amantes, las mantuvo siempre a cierta distancia, temeroso de que obstruyeran su trabajo, verdadera obsesión de su vida. Una de sus angustias era la del fiasco sexual, que asoma a veces, en alusiones dramáticas, en las páginas de su Diario. Una relación curiosa lo unió a su sirvienta, Jenny Le Guillou, una mujer devota a él, fea y vulgar. Los testimonios de amigos y parientes son categóricos: nunca hubo entre ellos la menor intimidad carnal. Pero Delacroix le profesaba un gran cariño, pues viajaba con ella, la alojaba en cuartos vecinos en hoteles y hosterías, y le hacía públicas demostraciones de afecto. Alguien le vio llevando a Jenny a conocer el Louvre y dándole detalladas explicaciones sobre la escultura asiria.

¿Supo Delacroix que en todo París corría el chisme de que no era hijo de su padre sino del príncipe de Talleyrand? Probablemente, sí, y no es imposible que este rumor contribuyera a forjar su personalidad un tanto altiva, solitaria y desdeñosa de la sociedad. Nunca se ha podido probar que fuera hijo del príncipe, pero los historiadores, hurgadores de intimidades, han llegado a la conclusión de que difícilmente pudo ser hijo de su padre, pues a don Charles Delacroix, en la época en que debería haberlo engendrado, lo afligía un enorme tumor en los testículos que le impedía procrear. Esto puede parecer mera chismografía, pero no lo es para un artista tan entregado y excluyente como él, que volcaba en sus cuadros todo lo que había en su personalidad, sus más altos ideales y sus miserias más sórdidas. Pues para Delacroix, como para todo genuino creador, crear era una suerte de inmolación.

Para saberlo basta pasearse un buen rato frente al majestuoso mural de Saint- Sulpice, contemplando esa extraña, inquietante pelea, que tiene algo de combate amoroso, en la que el bíblico Jacob embiste con furia y el ángel lo ataja y paraliza, sin inmutarse, se diría que sin el menor esfuerzo, sereno y hasta afectuoso, frenándolo con su mano izquierda y, con la derecha, ciñendo su muslo de un modo que parece más una caricia que un golpe. En Jacob hay desesperación, esfuerzo frenético, ira y miedo. En el ángel, la serenidad absoluta de quien sabe que todo aquello es una mera representación de un libreto cuyo desenlace conoce de memoria. Los tres gigantescos árboles a cuyos pies se celebra esa contienda parecen animados por la manera como se agitan y encrespan, espectadores que han tomado partido a favor de uno u otro de los luchadores.

Con mucha razón, entre todos los exégetas de estas imágenes, no hay uno solo que haya visto en este enfrentamiento nada más que un pugilato, que no haya advertido en él una o varias metáforas: de la condición humana, de la relación del hombre con Dios, del artista con su empeño de romper los límites y dejar una obra que lo trascienda, de la vida y la muerte.

Todas ellas pueden ser ciertas o falsas, importa muy poco. Lo importante es que el mural que pintó Delacroix, en esos siete años de lucha con el ángel, invita de manera irresistible a fantasear, a salir de la cárcel de la realidad y a vivir en las luminosas moradas de ese mundo de mentiras, emancipado del tiempo y de la usura, en el que aquella pareja se agrede o se acaricia, en un paisaje bravío, interminablemente”.

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