
A partir de
Le dedico mi silencio, de Mario Vargas Llosa
Las palabras y las cosas. Y la amistad.
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Está la tesis del libro de Toño Azpilcueta, “el mejor conocedor de la música peruana”, “erudito en la música criolla”, “el intelectual proletario del folclore”; más bien, como gustaba llamarse a sí mismo, el “sismógrafo que mide las vibraciones del alma nacional”; y ésta era su obsesión, lograr crearla, recrearla, superando las divisiones y los odios sociales y raciales. ¿Pero cómo, cómo lograrlo? Se podía. “Unificando la sociedad peruana, venciendo los prejuicios, los abismos sociales … solía pensarse que eran la religión o la lengua o las guerras las que iban constituyendo un país, creando una sociedad, pero nunca a nadie se le había ocurrido que una canción, una música, hicieran las veces de la religión, de la lengua, de las batallas”. Y ésa, era la música popular peruana, el vals peruano, la música criolla.
Lo había sabido desde siempre. Lo confirmó cuando conoció a Lalo Molfino.
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Lalo Molfino, un músico, un guitarrista mulato, pobre, de orígenes dramáticos, que escuchó una noche, solo una noche, a esa gloria excelsa de la música popular, a ese genio de la guitarra, que moriría solo, tuberculoso, poco después.
Un genio que nadie conocía. Un genio desconocido. “¿Cómo era posible?”. Él le realizaría un homenaje póstumo, escribiendo un libro, una “historia en la que contaría la vida fugaz de Lalo Molfino y el gran ensayo sobre la cultura y las costumbres del Perú”.
[Pregunta, “¿cómo era posible?”, que reverbera y se pierde en el tiempo de la investigación de Toño, y de este libro que estamos leyendo. Pregunta que convoca, remueve, cuestiona, cuántos genios perdidos de la música, y también del arte y la literatura; extraños arbitrios].
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Música popular que el genio desconocido del mulato pobre de Lalo Molfino mostraba que podría jugar -había jugado: veamos la historia del Perú, del Tahuantinsuyo, pasando por la Colonia, a la República, aquella del siglo XIX, la que le siguió en el siglo XX incluso- el rol de crear el alma nacional, superando distancias sociales y odios de raza en ese Perú tan dividido.
[Renacido schillerismo; acaso iluso, acaso impotente; acaso necesario].
Y que no solo daba un genio desconocido. Daba también, también extrañamente, un resultado paradójico: el silencio.
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Aquella noche que escuchó por primera y única vez a Lalo Molfino, “el silencio ganó el auditorio”. Fue, “un silencio taurino … tan profundo, tan extático … [como el de toda la gente cuando presencia una corrida de toros] que, sublimada y expectante, callaba, dejaba de respirar y de pensar, olvidada de todo lo que tenía en la cabeza y, suspensa y ebria, contagiada, inmóvil, veía el milagro … un sentimiento casi religioso, raigal, primigenio … palpaba el silencio aquel … ese mutismo formidable que dominaba la noche … ese silencio reverencial”.
Tal vez, sabiéndolo sin palabras, cuando Lalo Molfino se despidió del conjunto de Cecilia Barraza, solo le dijo “te dedico mi silencio”. Una despedida que Cecilia no alcanzó a comprender; pero que no pudo olvidar.
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A Cecilia le contaba Toño sus ideas, le contaba su investigación, le contaba su libro. Que pasó de otro silencio: el de la crítica y los lectores inicial, al reconocimiento, la fama y el éxito. Para volver al rechazo y al silencio.
Palabras y cosas.
Schillerianas palabras de una hermandad nacida del arte; cosas de un mundo que permanece dividido por odios y prejuicios.
Palabras y cosas y amistad.
Podrán esas palabras ser ahogadas, podrá permanecer el mundo dividido, y sobrevolando encima de todo aquello, pervivir la amistad de Toño y Cecilia.
Solución huachafa, sentimental, a los dramas y tragedias del mundo; que sin embargo Toño Azpilcueta sabe con su sabiduría que no es resignada sino serena, silenciosa como el efecto de una música prodigiosa.
Hermoso ❤️
Empecé a seguir su blog. Espero que también siga el mío e interactuamos.
Gracias y bendiciones 🙏
💗💜🌷
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