
A partir de
La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones
“Toda una vida de entregas y sufrimiento pasó por delante de él. ¿A qué tantas desgracias? Tenía cincuenta y cuatro años y se sintió viejo, tremendamente viejo”.
Tantas desgracias. Era una época, larga ya, de las violencias de las “gentes de guerra”. Guerra, la que está en el centro, atravesándola, de la vida de Hernando de los católicos españoles contra los musulmanes. Pero había otras: había estado la guerra, de otros modos, no convencionales, contra los judíos; la de los estados católicos, con España a la cabeza, contra los luteranos, de la matanza de Haarlem, de la de San Bartolomé, a la guerra contra Inglaterra; otras guerras, dadas por omisión, la de otros musulmanes, de Berbería, de Turquía, contra los moriscos españoles.
Tantas desgracias, tanta violencia, que empuja a las guerras civiles de Granada, a las insurrecciones de los moriscos en aquella España del 1500. Insurrecciones derrotadas. Que llevaron a las recriminaciones personales, de Aixa la madre del último sultán musulmán a su propio hijo. Que llevaron a repensar las estrategias -defensivas- para evitar ser exterminados.
Nuevas y secretas conspiraciones, eran uno de los caminos.
Adaptarse, asimilarse, era otra. Por ejemplo, lo logrado por Pedro de Granada Venegas.
Actuar clandestinamente, colaborando ya sea en la resistencia secreta ya en la mera sobrevivencia, llegando incluso a ser sacerdotes en las catedrales católicas.
Unirse a los bandoleros monfíes, como Brahim, el brutal padrastro de Hernando.
Huir a Argel, Berbería, Tetuán.
Quedarse en esos raros intersticios que tiene toda sociedad: por su habilidad con los animales, y por una casualidad de las que está llena la vida donde pudo demostrar en la plaza de toros esas habilidades, lo llaman a las caballerizas del rey, y allí, “todos somos jinetes, domadores, magos, herradores, freneros o lo que sea. Aquí nuestra religión son los caballos”, no había distinción entre la religión cristiana y la musulmana.
Hubo otros intentos, más descabellados, más ilusos tal vez, más improbables. Pero a lo improbable, muchas veces, estamos obligados.
Unir las dos grandes religiones, al menos para crear la posibilidad de la aceptación de los musulmanes por los cristianos. Iluso tal vez, titánico seguro: había que crear un nuevo mito, una nueva leyenda, una nueva creencia, con sus nuevos símbolos, que, aunque tenían raíces en la fe de cada una, no se reconocían.
Pocos podían intentarlo. Hernando era uno de ellos.
***
No sólo por letrado, y no solo letrado, sino, a fuerza de esfuerzos, dueño de una caligrafía que podía expresar la belleza, la bondad y el poder del único Dios. No solo el único musulmán contrapuesto al trinitario cristiano, sino el verdadero único, el Dios de Abraham, que es el mismo para cristianos, judíos y musulmanes.
Sino por su particular ambigüedad. Desde su mismo nacimiento. Fruto de la violación de su madre por un sacerdote, nacido con ojos azules, era llamado “nazareno” por los suyos y morisco por los cristianos; producto de la guerra, para salvarse a sí mismo, y por compasión también, salvó una niña cristiana y a un caballero del rey; criado obligatoriamente en los preceptos de la iglesia y en la única creencia por su maestro el monfí Hamid, vivía entre dos mundos, aunque combatió en la insurrección de las Alpujarras y secretamente luchó por la pervivencia de la lengua árabe y sus textos sagrados copiando el Corán para distribuirlo entre los suyos. “¿Qué era él?” era la pregunta que se interponía casi ante cada paso que daba, ante cada decisión que debía tomar.
¿Qué hacer? Aceptó esa ambigüedad, la transformó en un camino alternativo a todos los probados -insurrección, resistencia, huida, mera sobrevivencia-: crearía una leyenda que diera las bases para la unidad de las grandes religiones. Simuló antiguos escritos que mostraban la unidad fundamental de ambas en la mutua creencia en la virginidad de María; que vindicaban a santo Cecilio, discípulo de Santiago enviado con él por san Pedro y san Pablo a evangelizar España, pero de origen árabe; que introducirían el evangelio de Bernabé que conoció a Jesús pero profetizaba a Mahoma y el islam.
Fracasaría. No importa.
Importa la asunción de la ambigüedad, constituyente de cada cual y que se ahoga al definirse por una identidad inconmovible conductora casi segura de fanatismos y violencias; importa la audacia de intentar lo improbable.