
“Detrás de todo lo que imaginó y pintó Gericault -desde sus caballos salvajes a los mendigos que retrató el Londres-, uno percibe un mismo voto: me enfrentaré a la aflicción, descubriré un respeto por ella y, si e posible, encontraré su belleza. Naturalmente, la belleza que esperaba encontrar significaba dar la espalda a la mayor parte de la piedad oficial …
Al retrato reproducido en el cartel de la exposición se le dio primero el título de El asesino loco; más tarde se pasó a llamar El cleptómano. Hoy está catalogado bajo el título de El obseso del robo. Ya nadie sabe el nombre del hombre.
El hombre retratado era un interno del manicomio de La Salpetriere, situado en el centro de París. Gericault hizo allí diez retratos de diez internos- distintos. Cinco de los lienzos han sobrevivido …
Sólo podemos suponer qué se proponía exactamente Gericault cuando pintó a estos pacientes. Pero la forma en que los pintó deja claro que lo último que le preocupaba era su catalogación clínica. Las mismas pinceladas indican que los conocía y pensaba en ellos por su nombre de pila. Los nombres de sus almas. Esos nombres hoy olvidados.
Una o dos décadas antes, Francisco de Goya había pintado escenas de locos encerrados, encadenados o desnudos. A Goya, sin embargo, lo que le interesaban eran sus actos, no su interior. Posiblemente nadie, antes de Gericault -ni pintor, ni médico, ni los parientes y amigos- había mirado durante tanto tiempo, tan fijamente, a la cara de alguien catalogado de loco y como tal condenado a su locura …
¡A qué momento tan extraordinario en la historia de la representación y de la conciencia humana pertenece esta pintura! Antes de ella, ningún desconocido hubiera mirado tan fijamente y con tanta compasión a un loco. Y poco tiempo después, ningún pintor habría hecho un retrato sin añadirle un resplandor de esperanza moderna o romántica. Al igual que Antígona, la lúcida compasión de este retrato coexiste con su impotencia. Y estas dos cualidades, lejos de ser contradictorias, se afirman mutuamente de tal forma que las víctimas pueden agradecerlo, pero sólo el corazón se da cuenta, lo reconoce.
Esto, sin embargo, no debe impedirnos ser claros. La compasión no tiene lugar en el orden natural del mundo, que opera sobre la base de la necesidad. Las leyes de la necesidad son tan inexorables como las de la gravedad. La facultad humana de la compasión se opone a este orden y, por consiguiente, es mejor considerar que hasta cierto punto es sobrenatural. Olvidarse de uno mismo, por brevemente que sea, identificarse con un desconocido hasta el punto de reconocerlo, supone desafiar la necesidad, y en este desafío, aunque sea mínimo y callado, y aunque sólo mida 60×50 cm., hay un poder que no se puede medir según los límites del orden natural. No es un medio y no tiene fin”.