ARTE Y LITERATURA. La Anunciación, Leonardo. Carlo Vecce

“Cuando completé la Anunciación y la llevé a Monteoliveto, había añadido algo que dejó con la boca abierta tanto a los monjes como a mi padre, a quien ya había turbado tiempo antes con la broma de una rueda pintada con la figura de un monstruo aterrador. Me pidieron explicaciones en vano. Esperaban un ameno paisaje tras el murete, una hermosa vista de Florencia, por ejemplo, que es de la que realmente puede disfrutarse desde detrás del murete del jardín del convento. ¿Qué era en cambio ese paisaje fantástico, justo en el centro de la tabla? Nunca se había visto algo así en ninguna Anunciación, y eso que la propia idea de mi composición era completamente original, al aire libre, en la naturaleza, y no encerrada en una habitación o una ciudad. Pero ¿a qué venía esa alta montaña, casi vertical, sombría y transparente, cuya cumbre se asomaba por encima de las nubes? ¿Qué hacía a sus pies esa exótica ciudad portuaria rodeada de murallas, faros, torres y torreones, y ese brazo de mar o estuario fluvial insinuado entre las tierras y poblado de embarcaciones, navíos y galeras, trazados con microscópicas pinceladas? Un monje erudito intervino citando a san Agustín: el mar es ciertamente una figura del mundo y la montaña es una figura de Cristo. Pero ¿y la ciudad? También la ciudad, que mira al mar, es parte del mundo: es más, al estar llena de todo el ajetreo y las tentaciones del mundo, encarna a la perfección sus luces y sombras.

Yo sonreía en silencio. Podría incluso tener razón, ¿por qué no? La belleza de una obra estriba en que puede hablarle a cada uno de manera diferente, es maravilloso que sea capaz de multiplicarse en mil obras diferentes: también ella ha de ser libre como yo, una obra abierta, en movimiento, y no encadenada a un único mensaje, ni siquiera a lo que el autor ha querido comunicar, que a veces ni él mismo sabe. Autor, por cierto, que es de esos a los que les gusta demasiado jugar, y ese elemento fundamental suele ser olvidado por los intérpretes. Me lo paso en grande engañándolos, despistándolos y escuchando luego lo que dicen: ¿qué estará señalando ese dedo que apunta hacia arriba? ¿A qué enigma alude esa sonrisa? ¿Qué misteriosos códigos astrales se ocultan en la tela? Al fin y al cabo, nunca he dejado de ser un niño, el niño que jugaba con piedras, flores y lagartijas verdes. En mis obras siempre he insertado detalles extraños: una joya, una flor rara, una partitura musical, una bandeja de rodajas de anguila con naranja dulce, los extraños nudos que me enseñó mi madre y que evocan el nombre de mi pueblo, Vinci; detalles destinados a veces a quedar ocultos por el color y conocidos solo por mí: qué sé yo, un elefantito, una iglesia… Sin más, solo por diversión. Tal vez algún día alguien los encuentre, cientos de años después de mi muerte, y el juego volverá a empezar.

De haber hablado, habría dicho que solo era un paisaje de fantasía. Nada más que fantasía. Y era cierto. Había algo real, a la izquierda, detrás de los árboles: las laderas de Mont’Albano que descienden hacia el valle, como en el dibujo de santa María de las Nieves, y un montículo difuminado en la niebla que solo yo sabía que era Campo Zeppi. Pero la montaña y la ciudad solo las había visto en mi imaginación, porque nunca había visitado el Cáucaso ni Tanais ni Constantinopla, es más, ni siquiera había visto nunca el mar; las montañas más altas del mundo me parecían los blancos y cristalinos Alpes Apuanos vistos desde Anchiano, y de niño pensaba que la ciénaga de Fucecchio era el mar. Comparada con la vida fantástica y extraordinaria que había vivido mi madre, la mía era muy pobre, y mis viajes más largos entonces eran los que había hecho entre Vinci, Florencia, Pistoia y Empoli.

Quería reconstruir los puntos de partida y de llegada de la historia de mi madre: a la izquierda, la campiña toscana; en el centro, la visión del mundo fantástico del que provenía. Su altísima montaña de hielo habitada por dioses y gigantes, y la meseta salvaje donde había nacido, y la ciudad donde había perdido su libertad, y el barco que se la había llevado: todo eso estaba allí, en esas vistas fabulosas a través del tiempo y el espacio. Sobre el atril un libro vivo, cuyas páginas parecen flotar transparentes en el aire, y en las páginas una escritura secreta, indescifrable, como la perdida lengua original de mi madre. La Virgen, en el umbral de su palacio real y de su alcoba, es una princesa, una reina, que escucha el anuncio de que lleva en su seno una nueva vida. Esa es la Caterina. Mi madre. Un secreto oculto en la obra que me hubiera gustado que solo ella comprendiera cuando le fuera revelado, en el caso de que, viniendo a Florencia, antes de entrar por Porta San Frediano, se hubiera detenido a rezar por el alma de su antiguo amo Donato en la capilla de Monteoliveto. No sé si alguna vez pudo llegar a hacerlo”.

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