
A partir de
El día que Nietzche lloró, de Irvin D. Yalom
En Viena el doctor Breuer “era el médico personal de grandes hombres de ciencia, artistas y filósofos como Brahms, Brucke y Brentano” y se enorgullecía de su lealtad, de su generosidad, su perspicacia para el diagnóstico y su integridad. Hasta que llegó Lou Salomé reclamándole que atendiera a un desconocido pero que, con los años sería trascendental para la cultura europea: Friedrich Nietzche, al que ya Wagner reconocía.
Los síntomas son muchos (migrañas, náuseas progresiva ceguera). Pero el mal uno solo: “su profunda desesperación”. Tal vez resida en lo que en su último libro está escribiendo: “Zaratustra, un profeta rebosante de sabiduría, decide instruir a la gente. Pero nadie entiende sus palabras. Nadie está preparado para comprenderlo y el profeta, al darse cuenta de que ha llegado demasiado pronto, regresa a su soledad”. De hecho, Nietzche se considera a sí mismo un “filósofo póstumo”.
Hay dos grandes obstáculos: no hay un tal médico del alma, para tratar la desesperación; Nietzche no coopera: rechaza la debilidad, ceder el poder, no abocarse a la lucha.
Y hay dos atrayentes desafíos: generalizar el novedoso tratamiento que el doctor Breuer aplicó en el caso de Anna O. (Bertha Pappenheim, de quien se enamoró): “una cura dialogada, basada en el razonamiento, en el análisis de las asociaciones mentales … un verdadero tratamiento psicológico … una vez descubierto el origen concreto, el síntoma desaparecía”; y, acaso, renovar la tensión sexual que sintió por Bertha con Lou.
[¡Ay de aquellas épocas pioneras en las que está todo por eclosionar demandando todas nuestras energías!].
El doctor Breuer creía que lograría lo que Lou quería que fuera: “un médico de la desesperación” si lograba “cambiar el cuadro mental”, dominar, a voluntad, las emociones, pasando de un estado a otro libremente.
Lou, por su parte, creía que lograría vivir con aquella mente brillante de Nietzche y el filósofo Paul Ree un “menage a troi intelectual”, libre de convencionalismos, acordes con las prácticas librepensadoras del pensador de la fuerza, la voluntad, la lucha. Pronto conoció que, bajo las palabras, yacía lo convencional: Nietzche le advirtió que aquella idea sería condenada por la sociedad, y le pidió su mano.
[¡Ay de aquellas imágenes que hacen de heroicas ideas heroicas personas que no dejan de ser pequeñas personas! Esa tensión siempre a punto de estallar que podría estar en la base de la desesperación, entre una época que nace, que se concibe con la imaginación, y una persona que carga con la época que muere].
Para lograr Breuer lo que Lou quería,
[¡Ay de la autoría de las cosas!],
dijo que “inventaré mi propia manera de tratarlo”.
[Esas osadías que todo remueven].
Y llega Nietzche al consultorio del doctor Breuer: tímido, casi humilde, amable, distante. No, otra vez, el Nietzche de sus escritos: la fuerza, la voluntad, el poder, la lucha. Confirmando la decepción de Lou Salomé. Es más: “La voz suave de Nietzche era sorprendente: en sus dos libros, el tono era osado, fuerte y autoritario. Breuer encontraría de continuo la misma discrepancia entre un Nietzche de carne y hueso y el Nietzche de papel”.
[Es desdoblamiento, esa disociación, desconcertante; acaso, habitual, acaso compensatoria. Pero esto no importa. ¿Qué queda de Nietzche? ¿Qué, de cada cual?].
Aunque hubo un destello del Nietzche de papel en el de carne y hueso: “Tengo la valentía de padecerlos”, sus males del ser, sus períodos negros, no propios de la enfermedad del cuerpo.
[Esa otra disociación cuerpo alma, que a veces nos atenaza, a veces nos aligera].
Breuer se arriesgó: le preguntó por la posibilidad , tantas enfermedades, por tantos años, casi permanentes, de un sentimiento de desesperación, de pesimismo en torno al sentido de la vida.
Lo negó, lo rechazó: “Mi enfermedad pertenece al dominio del cuerpo, pero no soy yo. Ambos deben ser dominados, si no de forma física, entonces de forma metafísica… Tengo por qué vivir. Tengo una misión que durante diez años constituirá el sentido de mi vida. Aquí -se golpeó las sienes- estoy lleno de libros, libros formados ya en su totalidad, libros que sólo yo puedo dar a la luz”.
Y por eso quería toda la verdad de su enfermedad, aunque fuera cruel, aunque el doctor Breuer creyera que en ocasiones debía callarse por compasión ante un paciente. La verdad. Por impiadosa que fuera decirlo. A la manera de un profeta. Guiándose por la “frase de granito” de Nietzche: ‘Llega a ser quien eres’. El paciente sacude al médico, que se pregunta: “Pero, ¿quién soy?” Y las sesiones son una cordial confrontación, una caballerosa justa, una pacífica batalla. Nietzche lo vuelve a interpelar sosteniendo que no quiere abordar la tensión de base que provocaría sus enfermedades, porque le hace estar alerta, y así pensar, y así escribir lo que escribe: “¿Sabe cuál es la verdadera pregunta para un pensador? … La verdadera pregunta es: ¿cuánta verdad puede tolerar?” Y Breuer, para forzarlo a avanzar en el tratamiento psicológico lo presiona citando uno de los libros del propio Nietzche, Humano, demasiado humano: “Lo que en definitiva sostiene esta excelente obra es que, si queremos entender la fe y la conducta humanas, debemos descartar las convenciones, la mitología y la religión. Sólo entonces, sin prejuicios de ninguna clase, podremos examinar al sujeto humano”; y Nietzche retruca: examinarse a sí mismo, no por otro, que sería dejarse sujetar.
[Aflora sin pausa esa disociación que se multiplica: que es moralmente cuestionada, que es, probablemente, la fuente -individual- de todo cambio].
La confrontación creció. Nietzche lo increpa: que cuál es el motivo de Breuer para tratarlo: todo motivo es egoísta. Breuer responde que Nietzche, como él mismo dijo, fue traicionado, que teme una traición, a cada paso lo peor. “Usted supone que sus propias actitudes son universales y entonces trata de extender a toda la humanidad lo que no puede comprender de usted mismo”.
Nietzche dio por terminado el tratamiento. Breuer se frustra y su cuñado Max, a quien subestima, le da una lección: “Quizá deberías aprender de él en lugar de intentar vencerlo”.
Y, de un modo extraño, y como un ardid para llevarlo a dejarse tratar, le propone un intercambio: él, Breuer, se ocupará sólo de sus dolencias físicas, a cambio de que Nietzche se ocupe de la desesperación de Breuer (ya con sus cuarenta años, no ama a su familia, se siente su prisionero, le da culpa, no ama sus logros científicos, sólo habría seguido las convenciones de su tiempo y su medio, piensa en el suicidio): “respecto al hecho de envejecer, a la muerte, a la libertad, al suicidio, a la búsqueda de un objetivo, ¿acaso no son las preocupaciones precisas de su filosofía?, ¿no son sus libros verdaderos tratados de la desesperación?”. Pero, responde el filósofo: “Yo no puedo curar la desesperación. La desesperación es el precio que uno paga cuando toma conciencia de las cosas”, aunque, finalmente, aceptó, será el “filósofo personal” de Breuer, a cambio, sí, de internarse en la Clínica Lauzon para ser tratado por Breuer de sus dolencias físicas, con el nombre de Eckart Müller.
[Todos traemos una herida. Aunque]
¿Funcionaría? “Espero que hable de su desesperación”; y él le hablará de la propia. Pero había algo espurio debajo: ninguno hablaba de Lou Salomé, ni Nietzche de aquella tormentosa relación, ni Breuer del engaño de un tratamiento físico por el del alma; Ni Breuer de este ardid, ni Nietzche de su propia esperanza contradictoria con sus enseñanzas al aceptar tratarlo a cambio.
[La ilusión del laboratorio, de la persona aislada para extirpar un mal aislado que nunca es tal. Es que, finalmente, no somos más que una trama, un punto del tejido, un cruce de caminos, un momento del transcurrir de las cosas; seres finitos hechos de infinito. Nada es dominable, no hay poder más débil que el de una persona ilusionada con su poder ilimitado].
Duramente encontrarán, cooperando ambos, invertidos finalmente los roles, más que una cura, el método de una cura.
Y Breuer lloró.
[Aunque: “¿Llama usted herida a una visión clara?”].
Duramente pudo decir: amor fati, ama tu destino.
Y Nietzche también lloró.
Por enfrentarse con la verdad de sí; una herida que cada cual carga.
Entre el amar el propio destino y la verdad de sí; entre la aceptación y la lucha. ¿Se trata de una elección? ¿Acaso importa?
“Llegue a ser quien es”, y sin juzgar al otro, sabiendo que todos somos “compañeros de sufrimiento”, poder compartirlo con otro [que no, no es incomunicable], y que eso baste.
(Emecé. Traducción de Rolando Costa Picazo)