
Toda innovación histórica alcanza a modelar los tiempos. No sólo una innovación estrictamente tecnológica. El toyotismo invirtió “toda la herencia legada por la industria occidental”, como categórico afirmó Benjamin Coriat en su Pensar al revés, una innovación en la organización empresarial y con ella en la forma de producir.Si bien, al decir de Mario Tronti en su trabajo de “arqueología obrera” como él mismo lo llama, Obreros y capital, “el toyotismo no tiene el impacto totalizante del fordismo, no tiene la capacidad de éste para transformar un modo técnico de producción en una filosofía social del trabajo”, sí abrió, junto con “el proceso de trabajo revolucionado por la innovación tecnológica”, un debate sobre el sujeto social: del obrero profesional, al obrero masa, a la multitud. Es decir -ampliemos un poco la mirada- sobre la posibilidad de transformaciones sociales de acuerdo con la voluntad de las personas; no personajes de una tragedia griega aplastados por su Destino. Posteriormente vendría con la Modernidad líquida de Zygmunt Bauman el individuo líquido, las relaciones líquidas, constatando, críticamente, la fragilidad de las relaciones humanas, de la identidad. Pero el individuo se ponía nuevamente al centro. La sociedad tribal de Karl Popper, en su La sociedad abierta y sus enemigos, volvía a derrumbarse, en esa vertiente popperiana que revela con su reivindicación de la Gran Generación (Sófocles, Tucidides, Eurípides, Aristófanes, Pericles, Herodoto, Demócrito, la escuela de Gorgias y, “el mejor de todos”, Sócrates): “que las instituciones humanas del lenguaje, la costumbre y el derecho no son tabúes sino convencionales, insistiendo, al mismo tiempo, en que somos responsables de las mismas”.
Irrumpió ahora una nueva innovación que está modelando estos tiempos, la Inteligencia Artificial, que pareciera potenciar los desarrollos que la tecnología permitía en los últimos tiempos en esto que estamos trayendo aquí: el auge del individuo. La libertad de sus experiencias posibles a través de internet y potenciadas por un celular y compartidas infinitamente por las redes sociales y eternizadas en las selfies -pobres modernos autorretratos, imágenes de un yo -de un relato de un yo, ilusoria literatura de un yo, que expresa una desesperación: la reacción a la disolución de un anonimato, es decir, individuos aislados ante la desaparición de un sujeto social que pierden el control sobre su destino, la capacidad de decidir sobre su destino, ahora acaso existencialmente amenazado con la irrupción de ese nuevo agente capaz de decidir en su lugar: la IA. Mientras tanto, porque esto último aún está por decidirse, con ese narcicismo al revés que son los avatares que nos sustituyen, coronando la distancia social que abre la proximidad virtual.
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En la gran pintura, los retratos y autorretratos describen, expresan una época, haciéndose cronistas de ella; un carácter, un alma: (se) investigan, (se) analizan, (se) definen; alcanzar una verdad particular: alcanzar al individuo; alcanzar lo fijo, lo eterno en la humanidad; alcanzar la humanidad misma.
Las selfies primero, apenas muestran; los avatares después, ahora, con la IA, lo que hacen es permitir crear otro ente que no es un yo, que no es un individuo, crean apenas anacrónicamente, una efigie, para después directamente sustituirlo -en esta era de la reproductibilidad digital propia de la modernidad generativa- reemplazarlo, lo podemos leer en distintas informaciones: presentadores de televisión virtuales, vendedoras de boletos del metro virtuales, y hasta a nosotros mismos virtuales, reproduciendo nuestra voz, o de seres queridos que ya han partido, amores que no existen y por los que adolescentes llegan al suicidio; fugaces efigies, enseñas, listas a entrar y salir de las redes, fluyendo del inasible mundo real al ilusoriamente asible mundo virtual.
Tiziano, nos cuenta Elie Faure en su Historia del Arte, lo que hacía con sus trabajos, en una de sus líneas de desarrollo, era “analizar el mundo moral con una crueldad tan impasible como lo aparentaba ser su lirismo”.
Antes de él, otros retratistas apenas -por eso dijimos más arriba anacrónicamente- reproducían efigies: “No existen, ni en Italia, ni en ninguna otra parte, retratos que sobrepasen a estos. Poseen esa fuerza para definir los caracteres con los que los florentinos, un Donatello, un Verrocchio, un Ghirlandaio, un Filippo Lippi y hasta un Botticcelli, y, a veces, un Benvenuto, crearon efigies tan terribles, reconcentradas, nerviosas, frenéticas y apasionadamente recortadas”.
Por contraste, “las obras de Tiziano [y otros con él, antes y después] aparecen revestidas de una amplitud decorativa y disecadas con una serenidad de penetración ignoradas de Florencia. Tiziano no se siente ya preso de la fiebre que devoraba a los pintores florentinos. Con una sinceridad tan intransigente que deja a los césares y a los papas con los cráneos deformes, como máscaras atrofiadas, con mandíbulas de bestias y expresiones viles y horrendas, puede describir esas siluetas vestidas de negro, esas manos musculosas crispadas en la empuñadura de las espadas, esos rostros lívidos de mirar extraviado, todos esos hombres hechos para matar, como las mujeres están hechas para el amor. Es la época en que el condottiere reina en Italia y en que Maquiavelo escribe El Príncipe. Las cabezas de Tiziano la resumen totalmente”.

Holbein, seguimos con Faure, sigue a su estirpe alemana de pintores tanto como a la italiana, y “cuando selecciona como ellos, no lo hace para generalizar, sino para individualizar. En lugar de intentar alcanzar, sintetizando, una verdad universal, analiza para conseguir una verdad particular … Y como un alemán, acumulará en sus grandes y severos retratos … en las paredes y sobre las mesas y muebles los cien objetos, tinteros, esferas terrestres, manuscritos, escuadras, compases, lupas y pergaminos que, tan definidos como el rostro, clavan uno tras otro en nosotros, con sus puntas de acero, sus aristas de cobre, sus cristales de aumento y sus caracteres legibles, la certidumbre del lugar en que estamos y la identidad del ser que se nos aparece … Se comprende que este hombre, tan resuelto a penetrar hasta el corazón de las cosas, haya sido, de todos sus contemporáneos que con él lo intentaron, el que mejor supo hacer vivir eternamente la imagen del espíritu más imparcial de su época”.

Tras una grave enfermedad que parecía lo llevaría a la muerte, se sobrepone y se recupera, pero quedando sordo. Nos cuenta Antonina Vallentin en su Goya, que el pintor “se mira en un espejo. No se ha pintado muchas veces a sí mismo. Cuando escruta así sus propios rasgos es, casi siempre, que está en una nueva etapa de su camino. En este momento, que debe situarse entre 1794 y 1795, tiene necesidad de volver a estudiar. Es un examen rápido, hecho por cuenta personal. Se contenta con fijarlo en un dibujo. ¿Qué clase de hombre queda después de haber luchado con la muerte, la parálisis y tal vez la locura? … La densa mirada se dirige al interior, pero con la fuerza de un mazazo”.

Un solo pintor nos alerta de un parteaguas. La mencionamos aquí porque no se trata de un rastreo del retrato y el autorretrato, sino de estudiar lo que más arriba mencionamos. Pintará como nadie Frans Hals, al decir de John Berger en su Sobre los pintores, “la personalidad momentánea del modelo. Con él nació la noción de ‘parecido elocuente’”. Después, vendría la convención y la hipocresía social (que volverá a romper Goya, con otros, décadas más tarde): “La espontaneidad de sus retratos, que tanto había gustado a sus contemporáneos, pasó de moda con la siguiente generación, la cual empezó a demandar unos retratos que fueran más tranquilizadores desde el punto de vista moral; lo que pedía, de hecho, eran los prototipos de ese retrato oficial burgués e hipócrita que desde entonces no ha dejado de practicarse”. Pero antes, en su cuadro de la compañía de guardias cívicos resalta el retrato del capitán Michiel de Wael y en él, “su mirada es la de un hombre que está seguro de que es tan joven como la noche y de que todos sus compañeros lo saben … Hals está en el banquete … solo él podía pintar a sus compañeros como ellos deseaban. Sólo él podía salvar la contradicción que encerraba ese deseo. Cada uno de ellos tenía que ser pintado como un individuo claramente diferenciado y, al mismo tiempo, como un miembro natural y espontáneo del grupo”.

Alejandra Pizarnik no teoriza, describe, aquí, en sus Diarios. Describiendo, muestra ese drama interior de un hombre, un pintor, Van Gogh, de una época, que conecta con un drama de la modernidad que Nietzche expresó en una frase, que le habla a una joven poeta argentina que terminará suicidándose, ahogada en la investigación de sí que son sus poemas y sus Diarios. “El rostro de Van Gogh. Humano demasiado humano. Su cabeza rapada para desafiar a los pájaros. Su mentón encerrado en la atmósfera de los amarillos. Y la nariz recaudando borrascas. Y los labios absorbiendo pinceladas. Y la frente mirando el haz que camina tentador luminoso. Y los ojos. ¡Los ojos! Como las negras piedras que se arroja contra los solitarios. Con la más insignificante reducción de Lo Terrible. Dramaticidad insoluble. Vértigos zambullidos. Alambres traspasados por las pupilas de las piedras. Raíces magnéticas que jamás se desarrollan… ¡Humano! ¡Demasiado humano!”.

Hay un hecho, aparentemente más banal. Carlos Fuentes en su Prólogo a los Diarios de Frida Kahlo, refiere a las influencias de la pintora mexicana. Entre ellas, la de su padre, fotógrafo. Y dice: “La cámara a bajo precio, nos libera del anonimato”.
Liberarse del anonimato. Aspiración en un momento en que iniciaba el declive del ascenso conjunto del individuo y del sujeto que moldeaban la historia y sus historias -aquella explosión renacentista, aquella resistencia de los artistas individuales que la siguieron.
Y que conecta con esta época en la que la lenta disolución del sujeto -de la pérdida de control sobre nuestros destinos- que se arrastra desde hace décadas, que devino en ese baumaniano individuo líquido, pareciera poder desquitarse en la reproductibilidad digital de sustitutos del individuo.

Acaso sea de Rembrandt el esfuerzo más ciclópeo de esa búsqueda del individuo y de la entera humanidad (cuando no es convención y loas oficiales) que es la pintura de retratos y autorretratos. Seguimos con Berger: “… los autorretratos apuntan a algo más. En su madurez le tocó vivir un clima de fanatismo económico y de indiferencia, un clima, por otro lado, no muy distinto del que se vive hoy. Ya no era posible limitarse a copiar lo humano, como en el Renacimiento; lo humano ya no era evidente: había que buscarlo en la oscuridad … pintando intentaba encontrar una salida a la oscuridad … el mundo físico que presenta en sus lienzos está muy distorsionado … En una obra temprana de un hombre (él mismo) delante de un caballete en un estudio de pintor, el hombre en cuestión tiene un tamaño que apenas sobrepasa la mitad del que debería tener … Debía de interesarle otra cosa, algo que era antitético con respecto al espacio ‘real’ … Cuadro tras cuadro fue confiriendo a una parte del cuerpo o a ciertas partes del cuerpo una fuerza narrativa especial”.

Una fuerza narrativa…
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Podemos emparejar con la pintura de retratos y autorretratos la autoficción en la literatura, la tan denostada literatura del yo. Aquí, y en alguna otra parte, hablamos ya de ella. Traigámoslo de vuelta. Podemos asociarlo y enlazarlo a una tradición, rechazada, de la literatura escrita por mujeres. Debemos hacer una vindicación. Más en estos tiempos.
Con la autoficción, abierta, velada, o apenas velada, hay un vaivén, entre un yo individual y un yo colectivo, se ensaya la potencia de decir yo para contar una comunidad (traigo una asociación difícil: Borges, al menos en un momento, año 1921, sostenía que “la personalidad, el yo, es solo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de actos de conciencia”); hay también una interpelación; hay un esfuerzo de habitar otros universos; otra asociación difícil: para Harold Bloom que “Shakespeare nos enseña de manera pragmática a hablar con nosotros mismos, mientras que Cervantes nos instruye sobre cómo hablar con los demás”, y en este modo autoficcional de la literatura, podemos encontrar, o reencontrar, una tercera: hablarse a sí misma, para hablarnos a todos; hay una opción política porque, nos dice Beatriz Sarlo, “un yo poderoso en primera persona, puede elegir los valores”, y un compromiso porque ese “yo” organiza los hechos convocando al lector a hacerlo igualmente.
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Una de las herramientas de IA, Picasso IA, se publicita como generadora de avatares: “Un avatar de inteligencia artificial es una representación digital de una entidad, ya sea una persona, un objeto o incluso un concepto, que utiliza tecnologías de inteligencia artificial para interactuar con los usuarios de manera conversacional y autónoma. Estos avatares pueden ser visuales, como un personaje animado, o simplemente vocales, como un asistente de voz. Lo fascinante es que están programados para comprender y responder al lenguaje humano de manera natural”.

(Esto vendría a ser un avatar mío, de hace unos años)
Con la entronización de la reproductibilidad digital en esta era de la modernidad generativa que venimos tratando en anteriores Notas, y más allá de los usos enti- éticos (sustitución ilegal de personas, etc.), es reemplazado ese otro que Berger nos decía de Frans Hals que afirmaba al individuo claramente diferenciado y, al mismo tiempo, como un miembro natural y espontáneo del grupo, y, de incalculables consecuencias por era, reemplaza al yo, al individuo mismo, que puede enviar a su avatar en su reemplazo a reuniones o eventos.
De la selfie al avatar -y aun con el potencial positivo que pudiera tener- hay una pérdida ya no del aura que decíamos en anteriores Notas y con ella de lo específicamente humano, sino de aquella búsqueda de describir, expresar una época, haciéndose cronistas de ella; un carácter, un alma: investigar(se), analizar(se), definir(se); alcanzar una verdad particular: alcanzar al individuo; alcanzar lo fijo, lo eterno en la humanidad; alcanzar la humanidad misma. Que, una vez más, y esta vez bajo amenaza de ruina, puede perder el control sobre su propio Destino.