A partir de
La niñez pobre de Hijuna en el barrio pobre alrededor del Zanjón de la Aguada a principios del siglo XX. Con su madre que era en realidad su tía abuela, con sus torneos de volantines, con su fiesta de Cuasimodo.
Con sus personajes, como el italiano, que desentona, porque “tiene fe en el siglo XX que está en pañales, pero será el siglo de la revolución”, con No Flojera, que no trabaja porque “está apenao”, Anselmo el farolero que cada noche enciende los faroles de la calle, y “¡qué envidia , qué tristeza nos da el poder sembrar estrellas!”.
Allí, donde cuando llueve se junta toda la cuadra en la cocina, a rezar y contarse historias. A aprender su filosofía: “en la pobreza hay que tener un solo cuidado grande: comer. Hay, por sobre todas las cosas, una virtud capital: comer. Comer a pesar de todo. Se trabaja para comer; se es bueno y noble para eso. Se roba y también se mata para eso”.
Allí, un paisaje salpicado de, un lado, la Fábrica Cartuchos, después la Fábrica de Vidrios y la Refinería de Azúcar, con los obreros aburguesados, del otro lado el Matadero, las curtiembres, con los cuadrinos miserables. Pero todos unidos cuando se desata la huelga y enfrentan la matanza de la represión, aunque no saben por qué, “¿pero ustedes no leen la prensa obrera?”.
Y llega la escuela al barrio, que es progreso; que es fruto del “hijo del pueblo” dice la autoridad que la inaugura de sí mismo; que, como dice el dicho, “abrir una escuela es como cerrar una cárcel”; que es lo que permite unir al pobrerío. Y de allí, unos pocos al Liceo y a la Escuela Normal, otros a las fábricas, y la esperanza de dejar el barrio sin dejar de ser hermanos.