A partir de
La algarabía, de Jorge Semprún
“Qué puta vida”. Artigas, o como se llame, que todos los españoles exiliados y comunistas habían tenido ya tantos nombres y tantas vidas, se lamentaba, minutos antes de morir.
Tantos nombres y tantas vidas. “La guerra de España, los maquis de Europa, los campos de Africa del Norte, Mauthausen, la guerrilla anti-franquista”. Ahora, la segunda Comuna de Paris, surgida del mayo del ’68, que se había visto reducida a la Comuna de la Rive Gauche. Y estaba ahora, este octubre de 1975, en decadencia, enfrentando las bandas de los nocheros con sus robos y chantajes nocturnos, el poder del regente del burdel y jefe de la banda de Los Corsos Joseph Aresti, el choque entre los españoles dirigidos por Eleuterio Ruiz que había llegado el ’68 con su Columna Durruti y el propio Artigas y los maoístas de Auguste Le Mao.
Enfrentaban graves problemas. “No somos sino los arcaicos vestigios de una Comuna que remeda las esperanzas del siglo XIX, repetitivas como una farsa macabra. Hemos conocido la burla del socialismo en un solo país, en lugar de la revolución proletaria universal. Y esto de ahora es más triste todavía: no se trata de un solo país, se trata de dos o tres barrios de una sola ciudad”. El florecimiento cultural –que descubrió documentos que comprobaban un encuentro en Londres entre Marx y Rimbaud-, con su Universidad Popular iba acompañado de querellas estériles con Auguste Le Mao acusando de “sustracción ilícita de cita” o su teórico Badadiou dictando conferencias a salones vacíos.
¿Qué hacían entonces allí el comunista Artigas y el anarcosindicalista Ruiz? ¿Qué hacía allí Paula Negri, mulata que gustaba de las mujeres después de huir de Cuba por afectar la moral y ser perseguida?
Enfrentaba graves problemas. Aresti secuestró a Perséfone, la hija de Ruiz, Le Mao secuestró a la “puta roja”, la vizcondesa Yannick de Kerhuel, amenazando con una batalla liquidadora entre bandos y fracciones.
“Qué puta vida”. Pero Artigas había decidido irse de allí, volverse a España. Un año antes, había pergeñado una novela, “La algarabía”. Premonitoria. “Es la historia de un viejo cuyo verdadero nombre nadie conoce que ha escrito libros en tiempos pasados. Se desarrolla en el transcurso de un día, en octubre de 1975. El general Franco se está muriendo. El hombre atraviesa a ZUP (la Comuna). Quiere ir a la Prefectura de Policía para obtener su pasaporte. Quiere volver a su país… Y luego obstáculos de todas clases le impide llegar a la Prefectura. Hay muchas peripecias: los secuestros de Perséfone y Yannick, la muerte al final del día del protagonista. Una “novela picaresca, popular”, aunque atravesada de citas y transcripciones en inglés, francés, italiano, latín, húngaro, alemán; de referencias a libros incunables; de los debates intelectuales de Lukacs, Della Volpe, Badiou, Hegel, Mao, Marcusse, Habermas, Braudel, Foucault, Kolakowski, Lefort.
No. No importa por qué está allí. Importa por qué se quiere ir. Subiendo a su departamento, tres niñas cantan un romance “… hablóme en algarabía como quien la sabe hablar”. Algarabía, palabra que “surge de lo más antiguo de sí mismo”. Romance que fue una “quemadura, un ardiente desgarramiento” llevándolo a “lo más recóndito de su memoria”, inundándolo de una “sensación de tiempo perdido, desvanecido para siempre, absolutamente irrecuperable, que le había hecho tomar bruscamente conciencia de su edad, de la vejez que se avecinaba”. Algarabía, “contraseña que no abriría otras puertas que las del yo”.
Contraseñas. Pasaportes, otros, no documentos burocráticos, que se cruzan en nuestros caminos para darnos el paso a los balances, las puertas del yo, la brusca conciencia de la edad. ¿Cuál es el romance que nos cantan tres niñas, un día cualquiera?