El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead

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El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead

 

No fue el conflicto europeo, “la Gran Guerra siempre había sido entre los blancos y los negros. Y siempre lo sería”. Cora lo sabía. Lo sabía Mabel, su madre. Lo sabía Ajarry, su abuela.

Propiedades de la plantación de los Randall, en Georgia. Raptada Ajarry en su pueblo de Africa, llevada hasta el mar, transportada en barcos en lo que parecía enloquecer, subastada en Estados Unidos, “en América lo raro era que las personas eran cosas”. En la plantación, castigada, violada, torturada. No se sabía cómo comportarse, “no había más leyes que las que se re-escribían a diario”, por los cambiantes arbitrios de los amos.

La plantación, “un orden de sufrimiento, sufrimiento embutido dentro de otros sufrimientos”. “Había visto a hombres colgados de árboles, abandonados a las rapaces y los cuervos. Mujeres azotadas con el gato de nueve colas hasta que se les veían los huesos. Cuerpos vivos y muertos asados en piras. Pies cercenados para impedir la huida  y manos cortadas para frenar el robo. Había visto a niñas y niños menores apaleados”. “Cora vio primero las cadenas. Miles de cadenas colgando de clavos de la pared en un mórbido inventario de esposas y grilletes para tobillos y muñecas y cuellos en todas las variantes y combinaciones. Trabas para impedir que una persona escape, mueva las manos, o para suspender un cuerpo en el aire y golpearlo. Una fila estaba dedicada a las cadenas para niños y sus minúsculos eslabones y manillas”. No era lo peor. “Una plantación era una plantación, podías pensar que tus desgracias eran particulares, pero el auténtico horror  radicaba en su universalidad”. Y más, “la plantación vivía dentro de ellos”, aun fugados, los perseguían recuerdos del horror y pesadillas.

Igual para Mabel, igual para Cora. Solo la fantasía de la libertad que imaginaba, “la consolaba cuando el peso que soportaban amenazaba con romperla en mil pedazos”.

¿Sólo fantasía? Hay verdades inútiles e ilusiones útiles. Escapar. No solo escapar, vivir libres. Cora era una descarriada, felizmente. Cora había enfrentado al esclavo Blake cuando se quiso apropiar de su pequeño huerto de apenas tres metros cuadrados. Cora protegió al niño Chester cuando el amo Terrance descargó su furia sobre su cuerpo de niño.

Y se fugó. Y existía esa “maravilla de la que enorgullecerse”, el ferrocarril subterráneo que construido nadie sabía por quiénes recorría todos los estados del sur hasta el norte, por donde cientos se fugaban. Más que una construcción, “una fraternidad de almas extrañas”. Las fugas se sucedían una y otra vez, porque los cazadores de esclavos recorrían toda América para capturarlos.

Porque “he aquí… la hebra divina que conectaba todo empeño humano: si puedes conservarlo es tuyo. Tu propiedad, esclavo o continente. El imperativo americano”, para asegurarlo, “destruir lo que haya que destruir”. Protegido por los cazadores de esclavos, que incluso ahorcaban y hostigaban a blancos abolicionistas y colaboradores de las fugas. Implacables, “el miedo movía a esa gente, incluso más que el dinero del algodón. La sombra de la mano negra que devolvería lo recibido”. Como el temible cazador Ridgeway, “el nombre del castigo, hostigando cada paso fugitivo y cada pensamiento de huir. Por cada esclavo que devuelvo, otros veinte abandonan sus planes de escapar con la luna llena. Soy una noción de orden. El esclavo que desaparece… también es una noción. De esperanza. Que deshace lo que hago de tal forma que a un esclavo en la siguiente plantación se le mete en la cabeza que podría fugarse. Si lo permitimos, aceptamos una tara en el imperativo. Y yo me niego”.

Frente a su orden, el orden de la libertad, de la granja Valentine, donde “el trabajo no suponía sufrimiento, podía unir a la gente. Un niño listo como Chester podía crecer y prosperar. Una madre podía criar a su hija con amor y ternura… todos podían: comprar una parcela, enseñar en la escuela, luchar por los derechos de la gente de color. Incluso ser poeta”.

“¿Por qué hacer todo esto? ¿por todos nosotros?”, preguntaba Cora a John Valentine contemplando la soñada granja. “¿No lo sabes? Los blancos no van a hacerlo. Tenemos que encargarnos nosotros”.

Encargarse uno mismo, encargarnos nosotros. ¿Hay acaso otra posibilidad?

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