A partir de
Torquemada en la hoguera, de Benito Pérez Galdós
Francisco Torquemada el usurero era “el habilitado de aquel infierno en que fenecen desnudos y fritos los deudores”. No era un “avaro de antiguo cuño” de aquellos que les gustaba atesorar el dinero simplemente, sino que de “esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades de la existencia”, así que era pródigo… consigo mismo, y así, “pasito a paso y a codazo limpio, se había ido metiendo en la clase media, en nuestra bonachona clase media, toda necesidades y pretensiones”.
Eso lo cambió. “Pisaba más fuerte, tosía más recio, hablaba más alto y atrevíase a levantar el gallo en la tertulia del café, notándose con bríos para sustentar una opinión cualquiera, cuando antes, por efecto sin duda, del mal pelaje y de su rutinaria afectación de pobreza, siempre era de la opinión de los demás”.
Le temían sus inquilinos. Le tenían por malvado y cruel sus deudores. Su propia mujer debía privarse de gustos y hasta de necesidades básicas.
Pero su hijo Valentín, cuánto orgullo le traería. “No aprendía las cosas, las sabia ya”. Le auguraban todos un luminoso porvenir, “cuando este chico sea hombre asombrará y trastornará al mundo”. Entre ellos su amigo José Bailón, ex clérigo que abandonó los hábitos y se radicalizó a la vez que se introducía de la mano de don Francisco en el negocio, y su amigo le devolvía con sus saberes: “que Dios es la Humanidad, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías o nos premia por nuestras buenas obras”. Mucho había aprendido de “ese Filósofo que expiró en una cruz”.
Lo pondría a prueba. Su adorado hijo enfermó de meningitis. Se lamentaba que “he faltado a la Humanidad, y esa muy tal y cual me las cobra ahora con los réditos atrasados”. Desesperado, Torquemada viró violentamente: perdonaba los atrasos en los pagos de sus inquilinos; rebajaba los intereses a sus deudores; repartía limosnas; hasta regaló una suma a una pobre familia. “En las obras de misericordia está el intríngulis. Yo vestiré desnudos, visitaré enfermos, consolaré tristes. Bien sabe Dios que ésa es mi voluntad, bien lo sabe”.
El Torquemada padre, dolido, sufriente, desesperado, se imponía al Torquemada usurero. ¿Vencería?
Pero hizo algo más que repartir misericordia. Entró en una justa con Dios. “Hábleme de cómo se consigue que Dios nos haga caso cuando pedimos lo que necesitamos”.
Su criada, la tía Roma le mostró la falsía, todo este cambio “es porque está afligido”, y le advirtió: “a cada paje su ropaje”, enfureciéndolo.
Valentín murió. Torquemada despotricó, “de qué le vale a uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los desgraciados, y hacer bien a los que no nos pueden ver ni en pintura … lo mismo da que se vuelva usted santo, que se vuelva usted Judas”.
¿Da lo mismo? ¿Luchó Torquemada el padre con Torquemada el usurero, o sólo pagaba los réditos, tal como él exigía a sus inquilinos y deudores? ¿Hay un ropaje del que no podemos desprendernos; y cuándo comenzamos a confeccionarlo? ¿O más que cambiar de ropaje se trata de cambiar de piel, pasar de paje a rey, por ejemplo?