A partir de
Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, de Luis Sepúlveda
Cuando Kengah, de la bandada de gaviotas del Faro de la Arena Roja, quedó sola y atrapada por el petróleo derramado al mar por los humanos, logró llegar a un balcón de Hamburgo, y antes de morir, arrancar la promesa al gato de puerto grande, negro y gordo, Zorbas, que empollaría el huevo que dejaba, que cuidaría al pollito, y que le enseñaría a volar.
Zorbas lo prometió y buscó la ayuda de sus compañeros Colonello, Secretario y Sabelotodo, el gato del marino de tierra Harry con su bazar con más de un millón de objetos de sus años navegando, como “700 ventiladores cuyas aspas al girar recordaban las frescas brisas de los atardeceres en el Trópico; 1200 hamacas de yute que garantizaban los mejores sueños”, y muchas más.
La cuidaron con cariño, la alimentaron, y llegó la hora de enseñarle a volar. Lo intentaron, y fracasaron cada vez. Aunque la joven gaviota, Afortunada, no quería. Y se quería gato. Zorbas le habló de la lección que aprendieron con ella: apreciar, respetar, querer lo diferente. Y la alentó a aprender. Lo intentó, 17 veces, y 17 veces fracasó.
Osadamente, decidieron romper el tabú: hablar con un humano, con el riesgo de que lo enjaulen como raro objeto de estudio o diversión, para que les enseñe. Eligieron bien: un poeta, que recurrió a lo más simple: posarla en una alta baranda. “Y al borde del vacío”, Afortunada voló, y supo “que solo vuela el que se atreve a hacerlo”.
Sabemos, también, que lo insólito convive entre nosotros, hamacas que garantizan buenos sueños, gatos que enseñan a volar, y algún poeta entre los humanos.
U a belleza de texto
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