Diálogos. Un cuarto propio, de Virginia Woolf
(No es novela ni cuento, a quienes aquí acogemos. Pero escrita por un novelista, no es solo crítica o análisis. Es un diálogo entre escritores. Y creación de un espacio literario. Por eso también lo acogemos).
“Permítanme imaginar qué habría sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana extraordinariamente talentosa llamada Judith, digamos”. No la mandaron a la escuela. Si tomaba un libro, sus padres le dirían que remendara los calcetines. La hubieran casado con el cardador de lanas de la vecindad. Le hubieran dicho que nos los avergonzara. Entonces, se escapó de la casa. Llegada a Londres, fue rechazada, intentaron seducirla, la embarazaron. Y una noche de invierno, se mató.
Ya en el siglo XVII, otras mujeres, de holgada posición, escribieron, Lady Winchilsea, la Duquesa de Newcastle. Pero a escondidas, ocultas, humilladas si lo sacaban a la luz. Y llegaron al filo de ese siglo abriendo las puertas para que en el siglo XVIII lo hicieran otras, mujeres de clase media, Mrs. Behn. Y tras ella, en el siglo XIX las cuatro grandes: George Eliot, Emily Brontë, Jane Austen, Charlotte Brontë. Todavía debiendo vencer la hostilidad: son inferiores a los hombres, decían… todos los hombres; teniendo que vencer que “las mujeres nunca han dispuesto de media hora”: confinadas a la domesticidad. Teniendo que vencer la falta de un cuarto propio: entonces, las familias de clase media tenían un único salón, y allí, entre interrupciones y obligaciones, debían, si lo hacían, escribir. Teniendo que vencer la falta de una tradición de mujeres escritoras. Teniendo que vencer, durante muchos siglos, que no tuvieran medios propios: “dinero y un cuarto propio”.
Entonces, “¿por qué ninguna mujer escribió ni una sola palabra de la extraordinaria literatura isabelina?”: por las condiciones en que vivían.
Las cuatro grandes, “inquebrantables”, “escribieron como mujeres, no como hombres”, y nos dijeron que “no hay puerta, no hay cerrojo, no hay candado que usted pueda poner a la libertad de mi mente”.
Pero, en muchos casos, a costa de su salud y hasta de su vida. Por eso se necesita, y todavía hoy se necesita, “estas tres cosas tan deseables –tiempo, dinero y ocio”.
Y con eso, ¿basta?
Hay algo más aún. “Les dije que Shakespeare tenía una hermana, pero no la busquen en la biografía del poeta … esa poeta que jamás escribió una palabra y yace enterrada sigue viva. Vive en ustedes y en mí, y en muchas otras mujeres que no están aquí esta noche porque están lavando platos y haciendo dormir a sus hijos. Pero ella vive, porque los grandes poetas no mueren, son presencias continuas; sólo necesitan la oportunidad de encarnarse en nosotras. A partir de ahora, son ustedes quienes tienen el poder de darle a ella esa oportunidad”.
Y lograr –pero hay que desarrollar la “integridad” cualidad de los grandes escritores: “la convicción con que nos transmiten que eso que están diciendo es verdad”; acceder al “secreto de la vida eterna” que está, como “una frase de Coleridge (en que) explota y da origen a toda clase de ideas diferentes”-, y lograr, decíamos, lo que los grandes libros, que parecen “realizar una curiosa cirugía de cataratas sobre los sentidos: después de leerlos, vemos con mayor intensidad; el mundo, una vez descorrido el velo que lo cubría, logra una vida más intensa”.
Hay ya algo de dinero, hay ya alguna habitación propia –para algunas-, hay un poco de tiempo –no mucho-. Hay, tal vez, alguna hermana de Shakespeare. Y hay, entonces, redoblada, la odiosa reacción a este desafío al patriarcado.
(El cuenco de plata / extraterritorial. Traducción y notas de Teresa Arijón)