El doble, de Dostoyevski

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El doble, de Dostoyevski

Cuando el empleado Yakov Petrovich Goliadkin se encontró en una calle durante una noche tormentosa a su doble se sorprendió, se inquietó, pero lo tomó con naturalidad.

Fue después de una noche terrible. No por casualidad se hallaba en esas calles cubiertas de nieve y niebla caminando sin rumbo. Fue para la fiesta de cumpleaños de la joven Klara Olsufievna. Se había presentado y los criados no lo dejaron entrar. Se fue. Volvió. “¿Por qué no había de entrar él donde todos los demás entraban?”. ¡Ay! “miserable Goliadkin (pobrete); quien te puso ese nombre te dio también la mala sombra”.

Se introdujo subrepticiamente. Se ocultó en un rincón, tras un difícil debate interior, irrumpió en el salón, cometió torpezas, tantas como las que cometía siempre, se puso delante de la joven y la sacó a bailar. Pasó nuevas vergüenzas. Se apartó a un lado. Desde allí, observaba a todos, “el que más cerca tenía era un oficialito joven y esbelto, comparado con el cual el señor Goliadkin parecía un verdadero escarabajo”. Se intimidó aún más y “se le ocurrió la idea de estaría muy en su punto el comprimirse rápida y discretamente, de forma que nadie lo notase; de desaparecer sencillamente”.

No muy distinto sentimiento había tenido más temprano. Por la mañana había salido con un coche, en el camino otros empleados lo vieron, lo señalaron, él se puso colorado, se ocultó dentro del coche. Al rato, el jefe de la Sección donde trabaja, el consejero de Estado Andre Filíppovich y ahora “se enrojeció hasta las orejas … ¿Le saludo o no le saludo? ¿Doy a entender que lo he reconocido o hago como que no soy yo, sino algún otro individuo que se me parece extraordinariamente? Eso es … yo no soy yo … yo no soy yo, eso es, sino otro distinto”.

Apareció más tarde esa noche ese otro distinto también llamado Yakov Petrovich Goliadkin, su doble. Lo invitó a su casa. Trabaja en su misma oficina. Era querido. Era un tunante que lo dejaba mal ante todos a él, al verdadero Goliadkin ; lo consideraba su “enemigo mortal”.

Poco ante que su doctor lo subiera a un carruaje para trasladarlo donde “el Gobierno ofrece vivienda gratis, con calefacción, luz y servidumbre”, tuvo un sueño. Estaba “en un salón espléndido en el cual se distinguía por el ingenio y el buen tono … descollaba por su amabilidad y agudeza, y todos lo querían”.

Temía casi, se avergonzaba al menos, ante los demás. Sufría, deseando no ser él mismo. Quería que le abrieran las puertas donde todos los demás podían entrar. Sólo le abrieron las puertas del manicomio. Tal vez, la mala sombra de quienes le dieron su nombre y con él su destino.

(Aguilar. Traducción: Rafael Cansinos Assens)

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