
A partir de
Casa de Muñecas, de Henrik Ibsen
Nora, oprimida, suavemente, naturalizadamente: “¿Otra vez se ha atrevido mi niñita a tirar el dinero?”, le pregunta Helmer, su marido.
No fue el punto del inicio de la crisis. Enfermo Helmer, se consiguió el dinero para su cura, ella, una mujer. Pero lo hizo sin decir nada, por puro amor. Un día, lo comenta a su amiga, la señora Linde, que no puede creerlo, y Nora, orgullosa de lo que hizo, le reprocha: “Eres lo mismo que los demás. Todos estáis convencidos de que no valgo para nada serio”. Trabajó, sufrió. Hizo uso de recursos inevitables: para conseguir el préstamo, falsificó la firma de su padre como aval.
El prestamista, la chantajeó con eso. Desesperada, pensó en el suicidió. Pero no lo hizo, algo cambió: El marido, ya enterado, la condenó por inmoral, hipócrita, impostora, criminal: de hacerse público, podría amenazar su reciente ascenso social. Y con todas sus fuerzas, la crisis estalló. Y Nora, se decidió a hacer saltar todo por los aires.
“Siéntate, tengo mucho que decirte”. Serena, empezó la ruptura. Lo acusó: de tratarla como una muñeca, de no comprenderla, de no conocerse ni nunca haber hablado seriamente, de su infelicidad. Ni esposa, ni madre: “ante todo soy un ser humano”. Pudo decirlo, ante la terrible desilusión con Helmer, incapaz de sacrificar el honor por la persona amada, “como lo han hecho millares de mujeres”. Y pudo hacerlo: lo abandonó, todo, al marido, los hijos, la religión, para, ahora, educarse ella a sí misma.
No se trata de esa terrible opresión. Se trata de esa magnífica ruptura: ¿no permite toda crisis, dar los grandes saltos?