Píldoras de la crítica. Shelley y Lord Byron. Andre Maurois

Píldoras de la crítica. Shelley y Lord Byron. Andre Maurois

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

“Los dos hombres simpatizaron mutuamente; Byron encontraba en Shelley a un tipo de su clase que, a pesar de las dificultades de su vida, había conservado la deliciosa distinción de los jóvenes de buena sangre. Le sorprendía su cultura; él mismo había leído mucho, pero sin aquella extraordinaria seriedad. Shelley había querido conocer; Byron, deslumbrar, y Byron se daba perfecta cuenta de ello. En seguida comprendió también que la voluntad de Shelley era una energía pura y tensa, mientras que él flotaba a capricho de sus pasiones y de sus amantes.

Shelley era modesto y no advirtió aquella admiración que Byron disimulaba con gran cuidado. Escuchando el tercer canto de Childe Harold se emocionaba y desalentaba. En aquella fuerza, en aquel ritmo poderoso, en aquel movimiento de oleaje irresistible y bravío, reconoció el genio y perdió la esperanza de igualarlo.

Si el poeta le entusiasmó, el hombre le llenó de perplejidad. Esperaba a un Titán rebelde; encontró a un gran señor herido, muy atento a esos goces y padecimientos de vanidad que tan pueriles parecían a Shelley. Byron había desafiado a los prejuicios, pero creía en ellos. Los había encontrado en el camino de sus deseos y había pasado sobre ellos, pero con pena. Lo que Shelley había hecho ingenuamente, él lo había hecho conscientemente. Alejado del mundo, no amaba sino los éxitos mundanos. Mal marido, no respetaba sino el amor legítimo. Se expresaba con frases cínicas, pero a manera de represalia, no por convicción. Entre la depravación y el matrimonio, no concebía un estado intermedio. Trataba de aterrorizar a Inglaterra representando un papel audaz, pero era por desesperación, porque no había podido conquistarla en un empleo tradicional.

Shelley buscaba en las mujeres un manantial de exaltación; Byron, un pretexto de reposo. Shelley, que era angélico, por demasiado angélico las veneraba; Byron, que era humano, por demasiado humano las deseaba y les dedicaba los discursos más despreciativos. Decía, por ejemplo: ‘Lo que hay de terrible en las mujeres es que no se puede vivir con ellas ni sin ellas’. Y también: ‘Mi ideal es una mujer que tenga bastante espíritu para comprender que debe admirarse, pero no lo suficiente para desear verse admirada ella misma’. El resultado de las primeras conversaciones fue sorprendente. Shelley, místico sin saberlo, admiró a Byron, Don Juan a pesar suyo.

Lo cual no les impidió trabar una preciosa amistad. Cuando su amigo, eterno predicador de almas, se esforzaba en convertirle a una concepción menos frívola de la vida, Byron se defendía con brillantes paradojas que el artista Shelley saboreaba con el mismo deleite que el Shelley moralista las reprobaba”.

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