
“¿Qué hiciste en todo este tiempo en que hundieron a España en la noche maloliente?”, le grita indignado a Goya su aprendiz, ayudante, y amigo Agustín Esteve. Indignado, sí, en esa España con un don Manuel, el hombre más poderoso del reino, elevado a infante por capricho de la reina con quien tenia un hijo bastardo, otro más con la condesa de Castillofiel, ayer la Pepa Tudó, otro más con su mujer la infanta Teresa a la que casaron con él sin poder decidir nada; jugando al bando de Napoleón y de la Santa Sede, alentando a liberales y aliándose con ultramontanos; esa España con la Inquisición aún poderosa; esa España que destierra a sus mejores pensadores como un Jovellanos.
Pero, “¿había otra persona que en esos amargos meses viera con tal sombría claridad la desgracia de España? ¿Había quien mostrara con tanta evidencia esa situación? Y allí, en el templo de los Caprichos, Esteve le reprochaba su ceguera, su indolencia, su insensibilidad … Abrió el cajón, sacó una cantidad de dibujos y aguafuertes”. Y Agustín estremecido vio, y “se veía otro Goya, desconocido, descubridor de un universo más vasto que nunca”.
Los vieron también Miguel y Quintana. Y vieron no solo la España desgraciada de entonces. Vieron “personas conocidas, cruelmente despojadas de su apariencia y provistas de otra mucho más perversa. Y los demonios horrendos y grotescos eran los monstruos espectrales que, casi inasibles, los amenazaban a ellos mismos, que estaban dentro de ellos, miserables, ignorando y sabiendo, vulgares, tercos, piadosos y lascivos, inocentes y malvados”.
Para Quintana, “don Francisco ha mostrado la angustia secreta y fatal que pesa sobre el país”.
Goya los guarda en su cajón, “los demonios de España estaban allí, domados, prisioneros”.
Para él mismo, eran “la lección y el fruto de esos cinco años felices y desesperados. Allí él había descubierto su América, después de un viaje muy peligroso”.
Y más. Se los muestra al abate Diego, condenado por la Inquisición, que “siguió con la mirada fija, salvaje y perdida, puesta en el cajón. Goya supo lo que pasaba en él; lo había visto de rodillas en Tarragona. Los ‘Caprichos’ eran la venganza de todos los pisoteados, la del abate también; en los ‘Caprichos’, don Diego también gritaba su odio y su desprecio a la cara de los audaces dominadores”.
