
A partir de
El mercader de Venecia, de Shakespeare
La bella e inteligente Porcia, verdadera heroína de esta tragedia, siente que “mi pequeña persona esta fatigada de este gran mundo”, al decidir su padre antes de morir someterla a la “lotería del destino”: no puede casarse con quien elija, ni por quien sea elegida. El pretendiente debe elegir entre un cofrecito de oro, uno de plata y uno de plomo: quien sepa elegir el que tenga el retrato de ella, será su esposo. El de oro tiene la inscripción: “quien me escoja ganará lo que muchos desean”; el de plata: “quien me escoja obtendrá tanto como merece”; el de plomo: “quien me escoja debe dar y aventurar todo lo que tiene”.
Bassanio, enamorado, decidió arriesgarse; y obtendría su recompensa. Pero, ¿a qué precio?
Para llegar donde Porcia en Belmont, pidió a su amigo el rico mercader Antonio de Venecia un nuevo préstamo, quien, sin nada, con toda su riqueza surcando los mares hacia los mercados del mundo, le autorizó a pedir un crédito a su nombre.
El usurero judío Shylock aceptaría, con una terrible cláusula: “será estipulado que, si no pagáis tal día, en tal lugar, la suma convenida, la penalidad consistirá en una libra exacta de vuestra hermosa carne”. ¿Lo hacía por usurero?, ¿lo hacía por ser judío? Solo en parte, en tiempos de rivalidades sangrientas: “Le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía porque en su baja simplicidad, presta dinero gratis u hace así descender la tasa de usura en Venecia”. Pero lo odia, sobre todo, porque es odiado e insultado: Antonio, se dice Shylock, “odia a nuestra santa nación, y hasta en el lugar donde se reúnen los mercaderes se mofa de mí, de mis negocios y de mi ganancia legítimamente adquirida, que él llama usura”; pero no solo eso: “me habéis llamado descreído, perro malhechor y me habéis escupido sobre mi gabardina de judío … y me habéis echado a puntapiés, como echaríais de vuestro umbral a un perro vagabundo”.
Por eso quiere venganza. Llegan noticias del hundimiento de las naves de Antonio. Shylock reclama se le pague lo convenido. El tiempo se ha vencido, y reclama su libra de carne.
La noble Porcia dobla los tres mil ducados y los entrega a Bassanio para que salve a su amigo Antonio. Shylock se muestra implacable: “Me has llamado perro, cuando no teníais razón alguna para hacerlo; pero, puesto que soy un perro ten cuidado con mis dientes”, y rechaza la suma doblada. Deben proceder a cortar una libra de carne del cuerpo de Antonio.
Bassanio se lamenta: “he hecho que se empeñe mi amigo con su enemigo mortal”.
Así es. No fue el odio de Shylock movido por el odio de Antonio, el que lo llevó a imponer la terrible cláusula; fue el amor de Bassanio por Porcia posible por el amor de Antonio por Bassanio, el que les llevó a aceptar la terrible cláusula.
Porcia, después de dar seis mil ducados, dio ahora con su inteligencia –por encima del dux de Venecia, de los doctores en Leyes, de los hombres- la solución, sin apartarse un milímetro de la terrible cláusula: ¿qué dijo al tribunal, qué salvó a Antonio, qué hizo desistir a Shylock de su determinación de vengarse?
¡Ah, el regalo envenenado del amor; envuelto en oro, en plata, en plomo, cómo saber qué te tocará en suerte; cómo ignorar que, la pasión igual que el odio, pueden hermanarse contra ti? De nada vale advertirlo, saberlo, vivirlo: “el cerebro puede promulgar a su gusto leyes contra la pasión; pero una naturaleza ardiente salta por encima de un frío decreto”.