ARTE Y LITERATURA. Manao tupapau, Gauguin. Mario Vargas Llosa

Volvió una noche Paul Gauguin, Koke, a su cabaña en Mataiea, Tahití. Allí estaba su vahine, su mujer, Teha’amana esperándolo, se había quedado a oscuras, y asustada creyó sque e trataba de un tupapau, uno de los demonios maoríes. Desnuda y aterrorizada lo vio entrar. Esa imagen a Gauguin no se le escaparía.

Al día siguiente, se puso a pintarla con la propia Teha’amana de modelo. Pero “la muchacha jamás podría volver a representar lo que él quería volcar en el cuadro: ese terror religioso venido desde el pasado más remoto, que la hizo ver aquel demonio, un miedo tan poderoso que corporizó al tupapau”.

Pero la pintó, y fue su obra maestra tahitiana. “Sí, este era un verdadero cuadro de salvaje”, lo que él buscaba cuando se fue allí a Tahití, escapando de la civilizada, burguesa y decadente Europa.  Allí, y en este cuadro, “como en la mente de los salvajes, lo real y lo fantástico formaban una sola realidad. Sombría, algo tétrica, impregnada de religiosidad y de deseo, de vida y de muerte. La mitad inferior era objetiva, realista; la superior, subjetiva e irreal, pero no menos auténtica que la primera. La niña desnuda sería obscena sin el miedo de sus ojos y esa boca que comenzaba a deformarse en mueca. Pero el miedo no disminuía, aumentaba su belleza, encogiendo sus nalgas de manera tan insinuante. Un altar de carne humana sobre el cual oficiar una ceremonia bárbara, en homenaje a un diosecillo pagano y cruel. Y, en la parte superior, el fantasma que, en verdad, era más tuyo que tahitiano, Koke. No se parecía a esos demonios con garras y colmillos de dragón … Era una viejecita encapuchada, como las ancianas de Bretaña … La fantasma, de perfil, muy quieta, apoyaba la espalda en un poste cilíndrico, un tótem de formas abstractas finamente coloreadas, con tonos rojizos y un azul vidriado. Esta mitad superior era una materia móvil, escurridiza, inaprensible, que, se diría, podía desvanecerse en cualquier instante. De cerca, la fantasma lucía una nariz recta, labios tumefactos y el gran ojo fijo de los loros. Habías conseguido que el conjunto tuviera una armonía sin cesuras, Koke. Emanaba de él la música del toque de difuntos. La luz transpiraba del amarillo verdoso de la sábana y del amarillo, con celajes naranjas, de las flores”.

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