
A partir de
La locura de Heracles, de Eurípides
Partió Heracles a sus tareas tiempo atrás, venciendo heroicamente a los monstruos, Centauros y otros, y, se sabe ahora, está en el Hades para culminarlas.
Aprovechando esto, Lico se hizo rey con el motín que se generó en la ciudad, mató a Creón, rey de Esparta y suegro de Heracles, y quedó entonces su padre, Anfitrión, su mujer, Megara, y sus tres hijos a merced del usurpador, que ha decidido la muerte de todos ellos.
Se lamenta Anfitrión: “¿Amigos? ¡Ah, amigos! ¡Cuán escasos son: unos fueron amigos, y hoy nos olvidan; otros son aún fieles, pero impotentes para ayudarnos! ¡Esa es para el hombre la hora de la desgracia, nadie, nadie, ni el menos querido quisiera yo que gustara la falacia de los amigos en el infortunio! ¡Es infalible prueba ser fiel en esta hora!”.
¿Tendrá razón?
Solos, faltos de amigos, únicamente Heracles podrá salvarlos. Y llega en el momento exacto que Lico se dispone a ejecutar su condena sobre los suyos. Ve que se disponen a la muerte. Se pregunta “¿si estamos lejos los amigos se acaban?”, y es Megara quien le responde: “¿Crees que un hombre en desgracia puede tener amigos? … el desgraciado vive sin amigos”.
Fue entonces Heracles el salvador de los suyos, y nadie más. Se cumplió la esperanza de Anfitrion frente a la orgullosa Megara que se había mostrado dispuesta a aceptar la muerte: “La mala fortuna puede mudarse en próspera. Hay un momento en que las desdichas de los hombres llegan a cansarse. Ves que el viento no sopla siempre por el mismo rumbo, no guarda la misma fuerza. Tampoco los dichosos conservan para siempre su fortuna”.
Tampoco la conserva Anfitrión, tampoco, como augurara terriblemente, los dichosos. Salvados lo suyos, Heracles es condenado a la locura por Hera, esposa de Zeus, porque él fue quien lo engendró en Megara y arrebatada por los celos, manda este castigo. Una locura furiosa que lo llevara a matar él mismo a sus hijos. Y no solo eso, después a recuperar la cordura y contemplar desolado tamaño horror.
Y así sucede, y quiere morir, quiere huir, se avergüenza, se cubre el rostro con las manos, no quiere hablar. “Rendido a la desgracia, abrumado de infortunios cual él, no hay otro. Hizo las mayores hazañas, y cae deshecho por las mayores desdichas”.
Pero llega Teseo. “Participé en la hora de tu dicha; nada es para mí participar en la hora de tu infortunio … ¡Malditos sean los amigos en quienes envejece la gratitud y van olvidando el beneficio! Si eres feliz, te siguen; si fracasas, te dejan como el navío que se va sumergiendo”. Pero Teseo no es de esos: “cuando el infortunio ha caído sobre ti, lloro a tu lado”. Y le aconseja que sí cumpla con la ley: debe desterrarse, irse de Tebas, y le propone ir juntos a Palas: “echa el brazo a mi cuello. Yo guiaré tu camino”.
No hablemos del horror que exige cumplir con leyes terribles, y que obliga a sentirse un deshecho por la desdicha. Hablemos de esa medida, de esa prueba, la de la amistad, que parece desaparecer en las peores circunstancias. Pero allí hay un Teseo, al menos uno. “¡Mal el secreto de la vida sabe quien prefiere riquezas a un amigo leal!”.
(Editorial Porrúa. Versión directa del griego con una Introducción de Angel Ma. Garibay K.)