ARTE Y LITERATURA. Estatua de Flaubert. Julian Barnes

“Permítaseme que comience con la estatua: la de arriba, la permanente, la inelegante, la que llora lágrimas cúpricas, la imagen legada de ese hombre de suelta corbata de lazo, chaleco de ángulos rectos, pantalones holgados, mostacho desordenado, y aspecto receloso, fríamente distante. Flaubert no devuelve la mirada. Desde la Place des Carmes vuelve la vista hacia el sur, en dirección a la Catedral, a la ciudad que despreciaba, y que a su vez le ha ignorado casi siempre. Mantiene la cabeza defensivamente alzada: sólo las palomas pueden ver en toda su dimensión la calvicie del escritor.

Esta estatua no el original. Los alemanes se llevaron al primer Flaubert en 1941, junto con las verjas y las aldabas. Es posible que la transformaran en insignias para sombreros. Durante un decenio, aproximadamente, el pedestal quedó vacío. Luego un alcalde de Rouen, que era un entusiasta de las estatuas consiguió encontrar el molde.

Ninguna otra cosa que haya tenido que ver con Flaubert ha durado jamás. Murió hace poco más de cien años, y no queda de él más que papel. Papel, ideas, frases, metáforas.

¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor. La imagen, el rostro, la firma; la estatua con un noventa y tres por ciento de cobre y la fotografía de Nadar; el pedacito de ropa y el rizo. ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras?”

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