Un libro de mártires, de Joyce Carol Oates

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Un libro de mártires, de Joyce Carol Oates

Va Drewe con sus 26 años en el auto de su amante, y su profesor, Conover, aferrada a El paraíso perdido de Milton, que le pregunta: “El ‘paraíso’ del mito es siempre un paraíso ‘perdido’. ¿Te has preguntado alguna vez por qué?”, qué pregunta, “como si pudiera existir una respuesta a su pregunta”. Pero la había.

Después, la doctora le preguntaría si “necesitaba conceptivos. Drewe se echó a reír. ¡Anticonceptivos! Siempre había usado anticonceptivos. Le habría aterrado cualquier encuentro íntimo sin las debidas precauciones. Sin embargo, el método que Conover y ella habían usado había fallado”.

Por eso estaban ahora en esa ruta. Por eso al ver la valla policial se asustaron, aunque solo les pidieron sus documentos.

Siguieron su camino. A Drewe “le molestaba su situación, la banalidad de su destino biológico”. Sí, estaba embarazada. Y “sí, es lo que quiero”, le dijo, y programaron una intervención en la clínica de Eau Claire en Wisconsin, “WomanSpace”.

Al llegar, un piquete “pro-vida”, “aterradores en su fanática seguridad”. Agresivos, violentos. Se asustó aún más. “No era ningún secreto que quienes facilitaban la interrupción del embarazo arriesgaban su vida. Médicos abortistas asesinados por francotiradores. Oficinas de planificación familiar atacadas con bombas incendiarias”.

La agreden. Responde a la agresión. Ingresa a la clínica. Se siente culpable.

No termina allí todo. Al piquete policial, al piquete antiabortistas, se agregan las leyes. Una nueva ley que obliga a que le hagan una ecografía y vea el feto y que responda nuevamente un largo cuestionario.

Duró menos de ocho minutos. Vuelven. Conover la lleva a su casa, quiere estar sola, “tenía muy poca fuerza en las manos. Se le había escapado, como líquido por un sumidero, algo que quizá fuera su identidad”.

Pero ¿qué exactamente se le había escapado? “La realidad misma de la concepción, del embarazo, le resultaba asombrosa. Pese a toda su supuesta brillantez, no había entendido del todo que hechos biológicos como aquellos eran también posibles en una persona tan singular como ella”.

Pero ¿qué exactamente se le había escapado? En la sala de espera, Conover, nervioso, le pregunta si está segura de esto. “Trata de ser generoso, pensó Drewe. Como un hombre que quiere ofrecer -arrojándolas sobre una mesa- las monedas que retienen en el puño cerrado para demostrar así su generosidad, incluso lo apabullante de su generosidad, que sólo le acarreará desventajas; pero le tiembla la mano, las monedas se le escapan de entre los dedos, y caen al suelo. Drewe le tranquilizó, fue ella quien tranquilizó a su amante. La mujer era la que tenía que tranquilizar al hombre, asegurarle que había tomado la decisión adecuada”.

Pero ¿qué exactamente se le había escapado? Cuando ve la ecografía que le obligan a ver, piensa que “el padre del bebé no lo quería. No lo había dicho, pero Drewe lo sabía. Estaba claro que lo sabía. Conover la quería, pero no la quería lo suficiente”.

Pero ¿qué exactamente se le había escapado? Al volver, Drewe le dice que quiere estar sola. El le dice que no la dejará, ella insiste, él le dice que se quedara afuera en su auto toda la noche. “Algo después de la medianoche, con la boca reseca y los ojos tan doloridos como si no hubiera dormido en absoluto, se levantó y se acercó tambaleante hasta la ventana. El coche se había ido”.

Ese destino biológico, esa violencia que se debe sufrir de piquetes amenazantes, y también, esa carga solitaria de decisiones, de temores, de ese algo que se escapa.

(Alfaguara. Traducción: José Luis López Muñoz)

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