
A partir de
El silencio blanco, de Jack London
Van, Malemute Kid, Mason y Ruth su mujer indígena con “doscientas millas que recorrer por la nieve, al menos seis días de marcha con pocos víveres para cada uno de ellos y para los perros”.
Hacia la caída de la tarde, comienzan los terribles sucesos que todos quienes se atreven a ese recorrido padecen, y que ese día terminarán fatalmente. Un perro moribundo. Las peleas entre sus perros, hambrientos y desfallecientes de agotamiento. Al frente un inmenso abeto y “una especie de suspiro cruzó el espacio. Ellos lo sintieron más que escucharlo”. El árbol inmenso se derrumbó cayendo sobre Mason aplastando su cuerpo. Sabía que moriría, “los hombres que se han codeado a menudo con la muerte saben cuando ha llegado la hora y que no hay nada que hacer, nada que esperar”. Lo peor: no sólo le pide a Malemute Kid que cuide de su esposa: “Kid, hay otra cosa. No me dejes reventar solo. Remátame con un disparo de fusil”. Una terrible solicitud, ¿qué debería hacer, qué haría? Después, los perros enloquecidos por el hambre se lanzan sobre los pocos víveres, desatándose una “lucha sin cuartel entre el hombre y la bestia”, y con Malamute Kid que no aguantaba que se castigara a los perros.
Pero acaso no sean estas calamidades lo peor.
“La naturaleza dispone de mil medios para recordar al hombre que es mortal: el ritmo incesante de las mareas, el desencadenamiento de las tempestades, los sismos, el fragor terrorífico de la borrasca, despliegan a este respecto una gran fuerza de convicción. Pero nada es más prodigioso, nada más pasmoso, que la demostración inerte del gran silencio blanco. Todo está inmóvil; el cielo se despeja y adquiere tonos cobrizos; el menor murmullo es experimentado como una profanación. El hombre, entonces, se vuelve temeroso y se espanta de su propia voz. Adquiere conciencia de ser el único destello de vida en medio de esta muerta inmensidad; su audacia lo confunde; advierte que no es más que una lombriz y que su existencia no tiene precio. Extraños pensamientos atraviesan el desierto de su espíritu; se siente anonadado por el misterio. La muerte, Dios, el universo, lo oprimen de angustia; y se vuelca a esperar otra vida más allá de su resurrección. Aspira a una inmortalidad que rompa las cadenas de su yo cautivo. Es entonces -o no lo será jamás- cuando el hombre avanza a solas con Dios”.
Ni las calamidades en la temible ruta de la nieve, ni los sismos, ni las mareas, ni las tempestades. Sino algo imperceptible, casi como una ausencia: el gran silencio blanco, anonada al ser humano: le impone avanzar a solas con Dios.