
A partir de
Herejes, de Leonardo Padura
Es una “historia larga y terrible” la que el pintor Elías Kaminsky trae cuando va por primera vez a Cuba. Busca allí a Mario Conde un día de 2007 en que despierta con sus cincuenta y cuatro años y su ya habitual sensación de derrota tanto como con su decisión de afrontar su falta de expectativas de cada día “de frente y luchando”, haciendo lo que “más le satisfacían en la vida: leer buenos libros y comer, beber, escuchar música y filosofar (hablar mierda, en puridad) con sus más viejos y encarnizados amigos”. También prosiguiendo el ex policía con su negocio de compra- venta de libros viejos y raros junto a su amigo Yoyi. Busca a Mario Conde porque busca algo, un Rembrandt, de sus padres, que murieron recientemente en Estados Unidos donde vive, pero que habían vivido veinte años en la isla.
El desarraigado Daniel Kaminsky en aquel lejano año de 1939 en La Habana, no podía dejar de evocar “los pastosos silencios del barrio de los judíos burgueses de Cracovia en donde había nacido y vivido sus primeros años”, contrastados con los ruidos de su nueva ciudad, “pues en la silenciosa y oscura Cracovia de su infancia un vocerío excesivo solo podía significar dos cosas: o era día de mercado callejero o se cernía algún peligro. Y en los últimos años de su estancia polaca, el peligro llegó a ser más frecuente que las verduras. Y el miedo, una compañía constante”. Un día de ese año, “al amanecer, estaba anunciada la llegada al puerto de La Habana del transatlántico S.S. Saint Louis, que había zarpado de Hamburgo quince días antes y a bordo del cual viajaban novecientos treinta y siete judíos autorizados a emigrar por el gobierno nacionalsocialista alemán. Y, entre los pasajeros del Saint Louis, estaban el médico Isaías Kaminsky, su esposa Esther Kellerstein y la pequeña hija de ambos, Judit, o sea, el padre, la madre y la hermana del pequeño Daniel Kaminsky”. Y traían un Rembrandt como su seguro de vida, que a su familia había llegado en 1648, que conservaban, que ahora transportaban, que tuvieron con ellos hasta su salida de Cuba en 1958 donde lo dejaron, y que ahora reaparecía, este año de 2007, en una subasta en Londres. Y Elías quería saber cómo podía ser, quién lo había guardado, cómo estaba ahora puesto a la venta. Hay, con el cuadro, una historia de su padre, no, no una historia, una verdad sobre su padre, que Elías necesita conocer.
Los Kaminsky escapaban de los horrores del nazismo; arribaban a los horrores de la criminal y corrupta política del gobierno cubano, el estadounidense y el nazi del S.S. Saint Louis; venían de “la historia de la persecución, martirio y muerte de varios miles de hebreos por las hordas borrachas de sadismo y odio de los cosacos y los tártaros, una carnicería llevada hasta más allá de todos los extremos entre 1648 y 1653”, cuando el Rembrandt llegó a manos de la familia. Un pequeño cuadro, más un estudio que una obra terminada, la “cabeza de un hombre, a todas luces judío, que de una manera muy naturalista pretendía ser una representación del Jesús cristiano, aunque con la evidente intención de resultar más humano y terrenal que la figura establecida por la iconografía católica de la época”.
La criminal y corrupta política había decidido la vuelta del S.S. Saint Louis a la Alemania nazi sin dejar desembarcar a sus pasajeros. Daniel que esperaba con su tío Joseph a su padre, su madre y su hermana, fueron al templo a rezar, al mismo tiempo que “Joseph Kaminsky puso en práctica la esencia de la sabiduría hebrea y, de paso, le entregó una importante enseñanza al sobrino: cuando alguien sufre una desgracia, debe orar como si la ayuda solo pudiera venir de la providencia; pero al mismo tiempo debe actuar como si solo él pudiera hallar la solución a la desgracia”, y buscaron sobornar y suplicar a quien fuese, entre ellos al “muy rico judío norteamericano Jacob Brandon, dueño, entre otros negocios, del taller de peletería donde trabajaba el polaco, y además presidente en Cuba del Comité para la Distribución de los Refugiados”, para que desembarcaran sus queridos parientes. Pero su familia terminaría en Auschwitz, y Daniel decidió apartarse de la ortodoxia de su tío, que con amor desesperado lo trató de hereje y lo expulsó de su casa, aunque por poco tiempo, ya habían sufrido lo suficiente.
Hasta que… reapareció el cuadro de Rembrandt (en la casa de un funcionario de Migraciones, Román Mejías, al que tuvieron que ir a sobornar para ayudar a un amigo perseguido por Batista para obtener un pasaporte falso y huir del país) para recordarle -acaso de esto se trate este cuadro- “que existen renuncias imposibles”. Porque, como le diría Daniel a su nieto, el hijo de Elías, hay “cosas que eres y no puedes dejar de ser, y de cómo nunca puedes liberarte de ellas”. Pero puedes, si tienes la libertad para hacerlo, decidir ante ellas. Heréticamente, y valerosamente.
Al verlo, supo que el responsable de que allí estuviera el responsable de la muerte de su familia, y que tenía la obligación de recuperar esa pintura, y vengar la muerte de su familia con otra muerte. “Por primera vez en muchos años, invocó al Sagrado: «No me quites la fuerza, oh, Señor», dijo, en voz baja”. Pero se le adelantaron, Román Mejías fue degollado desnudo, muerto como el general babilonio Holofernes por Judit. Esto contó Daniel a Elías; la madre creía que sí fue Daniel el que mató al abominable funcionario. Elías quiere saber cuál es la verdad. Sea como sea, aquel año de 1958 dejaron Cuba para irse a Miami, aunque se trataba de algo “lamentable por el absurdo que lo sustentaba: huía de lo que había pretendido hacer, ni siquiera de lo que había hecho”.
Pero aún con esa huida, Daniel había, a pesar del peso de una historia larga y terrible, ido decidiendo sobre su vida, con la libertad que le proveyó su tío Josep; había ido ejerciendo su libre albedrío -tal vez, la herejía de las herejías-, traspasando mandatos históricos: de la tradición, judía en su caso, en tanto ley que regula a la vez la religión, la moral, lo público y lo privado; del peso de la muerte, en Nemirov, Pequeña Rusia en el 1600 a la Alemania nazi sobre su familia; de la pobreza en Cuba. Y eso era también parte de su tradición: la de Ben Israel, judío del 1600 en Amsterdam junto a otros como él, personas libres -herejes, desafiantes- como Uriel de Costa, Isaac Pinto, Salom Italia; la de Rembrandt, pintando a un judío, discípulo suyo, Elías Ambrosius, como Cristo; la de Elías Ambrosius queriendo ser pintor aunque su religión lo prohibía, y que fue quien entregó ese retrato disimulado a Moishe Kaminsky en aquel mismo siglo XVII. Siglos después, otro joven pintor sería llamado Elías, Elías Kaminsky, la familia que había recibido, sin saber su nombre, el Rembrandt de manos de otro joven pintor, Elías Ambrosius. Así como se llamaba Judy la amiga de la nieta del tío Joseph, una joven emo, una de las tribus urbanas que también, a su manera, “quieren ser como ellos decidieron ser y no como les dicen que tienen que ser, como hace rato pasa en este país, donde siempre están mandando a la gente”, y Judit era el nombre de la hermana de Daniel Kaminsky, que nunca pudo pisar Cuba y fue devuelta a la Alemania nazi para morir en un campo de concentración. Conexiones misteriosas, como enseñaba Ben Israel, “cada acto de la vida de un individuo tiene connotaciones cósmicas”.
La libertad que representaba el cuadro, arte de representación, que representaba no por su motivo sino por su concepción y su confección, sería sangrientamente truncada, en el siglo XVII y trescientos años después.
Pero, acaso, las “renuncias imposibles” que ese cuadro de Rembrandt portaba, no sean, o no solamente, las de las calamidades que por generaciones los perseguían, sino las de poder ejercer el libre albedrío aun entre las peores de las adversidades, y, así, afrontarlas y “poder vivir la vida que deseaba vivir”.