Facundo, de Sarmiento

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Facundo, de Sarmiento

Tampoco, como otros textos que aquí traemos, es ficción; y es, al mismo tiempo, fundacional de la literatura argentina. ¿Por qué?

Entre medio de una realidad real brutal -un entorno inmenso de terribles soledades; una mezcla que podría ser inimaginable de sociedad asiática, pastoril, medieval cercando a la sociedad moderna; una mezcla imposible: de sistema político bíblico con su cruel justicia salomónica, de erección de una dictadura romana con un Augusto erigiéndose tras las lucha entre Mario y Sila, de adaptación sangrienta del Terror francés y su guillotina y el fusilamiento militar al degüello, de mahometano trastorno de la entera vida, de candorosa ilusión de pacífico trasplante de las ideas iluministas- se necesita algo de ficción en la realidad. Y la ficción se erige: “Hay necesidad, pues, de una sociedad ficticia para remediar esta desociación normal”: las pulperías. Allí, donde “empiezan a echarse las reputaciones que, más tarde y andando los años, van a aparecer en la escena política”. Allí donde “se ensayan y comprueban los quilates del mérito de cada uno”, por medio del cuchillo, y el caballo que prohijarán, uno y otro, las montoneras. Allí, donde se llega huyendo del fastidio de lo real: las tareas de labranza, las tareas del hogar, las obligaciones con la familia, los límites de la estancia, la intolerable disciplina que requieren los estancieros; también, la dispersión de la campaña, sin un centro que ordene, unifique, provea de sentido. Y funda lo real en lo ficticio.

Una sociedad ficticia está en la base de esa sociedad real sacudida por la guerra civil con sangrientos caudillos, personas-personajes como Facundo, “núcleo de la guerra civil en Argentina”, que resume, aún después de la muerte de Facundo en Barranca Yaco, en que “la lucha actual de la República Argentina lo es sólo de civilización y barbarie”. Y funda un mito.

Una sociedad ficticia incrustada en la realidad está también en la base del (entonces) “destello de la literatura nacional”. Una literatura nacional “que resultará de las descripciones de las grandiosas escenas naturales y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia; la lucha imponente en América y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman los usos sorprendentes y originales de los caracteres”. No es entonces esto último, no es un mecanismo: descripción de escenas naturales, distanciamiento (europeo en este caso) de los caracteres y sucesos (argentinos) que los tornan irreales.

Y donde lo ficticio funda lo real, encontrará su instrumento: no solo las montoneras, reunión numerosa de cuchillos y caballos, sino: la imaginación. “Existe pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse, porque la poesía es, como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano, necesita el espectáculo de lo bello, de lo terrible, de la inmensidad de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las mentiras de la imaginación”.

Y vuelve la imaginación, la ficción, a incrustarse en la realidad, a buscar encarnarse en lo real, a trastornar, a veces para bien, a veces para mal, lo real, ¡oh, argentinos, pueblo de poetas! Para el argentino, “el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada…  aquel horizonte incierto… lo sume en la contemplación y la duda… La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. He aquí ya la poesía. El hombre que se mueve en estas escenas se siente asaltado por temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto. De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza”.

Sueña despierto, el poeta. Y el drama concluye dramáticamente. Con una triple traición. Facundo será asesinado en una emboscada en Barranca Yaco por enviados del gobierno cordobés de los Reinafé; lo peor es que había sido advertido y lo había desestimado. Lo aún peor todavía es que habría sido en connivencia (sólo lo insinúa) con el antiguo aliado del caudillo, Rosas. Pero algo peor todavía: el propio Rosas, que extendería la sombra bárbara de Facundo por más de diez años, se traicionaría a sí mismo al ir deshaciendo las bases de la barbarie con los instrumentos bárbaros del sangriento despotismo: la campaña, la desunión de las provincias. Traición al aliado, traición, sin saberlo, a sí mismo. No acaba aquí. Traición, también a sí mismo, que había cometido, también sin saberlo, Facundo, que hubiera podido ser un glorioso general de la República, pero su carácter, como “Napoleón y Lord Byron (que) padecían de estos arrebatos, de estos furores causados por el exceso de vida”, lo hicieron sangriento caudillo.

Y, podríamos decir, transustanciado en Rosas, entonces el “yo, el supremo” de Buenos Aires, patriarca, en ese entonces, primaveral, dio la real realidad que, ahora lo invertimos, funda esta poesía, esta literatura, esta otra novela de los dictadores.

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