ARTE Y LITERATURA. Botero. Mario Vargas Llosa

“Es un error creer que Botero engorda a los seres y las cosas sólo para hacerlos más vistosos, para darles mayor sustancia, una presencia más rotunda e imponente. En verdad, la hinchazón que sus pinceles imprimen a la realidad perpetra una operación ontológica: vacían a las personas y los objetos de este mundo de todo contenido sentimental, intelectual y moral. Los reducen a presencias físicas, a formas que remiten sensorialmente a ciertos modelos de la vida real para oponerse a ellos y negarlos.

Y, a la vez, los saca del río del tiempo, de la pesadilla de la cronología: los instala en una inmovilidad eterna, en una realidad fija e imperecedera, desde la que, espléndidos en sus atavíos multicolores, inocentes y bovinos en su abundancia, congelados en algún instante del discurrir de sus vidas, cuando aún estaban en la historia -clavando una pica, haciendo un quite, adornándose con la capa o, lo más frecuente, mirando el mundo, mirándonos, con un ensimismamiento mineral, con una especie de indiferencia metafísica-, posan para nosotros y se ofrecen a nuestra admiración.

La verdad, es imposible no envidiarlos. Qué superiores y perfectos parecen comparados a nosotros, miserables mortales a quienes el tiempo devasta poco a poco antes de aniquilar. Ellos no sufren, no piensan, no se embrollan con reflexiones que dificulten o desnaturalicen sus conductas; ellos son acto puro, existencias sin esencias, vida que se vive a sí misma en un goce sin límites y sin remordimientos.

Entre los pintores modernos, Botero representa como pocos la tradición clásica, sobre todo la de sus modelos preferidos, los pintores del Cuatrocientos italiano, que no pintaban para expresar alguna disidencia con el mundo, para protestar contra la vida, sino para perfeccionar el mundo y la vida mediante el arte, proponiendo unos modelos y unas formas ideales a los que debían irse acercando el hombre, la sociedad, para ser mejores y menos infelices. Como en los grandes lienzos renacentistas, en la pintura de Botero hay una aceptación profunda de la vida tal como es, del mundo que nos ha tocado, y un esfuerzo sistemático para trasladar la realidad al dominio del arte depurada de todo lo que la afea, empobrece y pervierte. Esta puede ser una tentativa quimérica, en estos tiempos en que nadie cree ya que el arte hace mejores y más dichosos a los hombres -las sospechas son, más bien, de que una sensibilidad aguzada es un pasaporte directo a la infelicidad-, pero ello no desmerece, más bien refuerza la singularidad de un artista incansable que, sin que variara nunca su amable timidez de andino y su circunspección provinciana, ha sido capaz a lo largo de toda su trayectoria como creador de nadar siempre contra la corriente: siendo realista cuando las modas exigían ser abstracto, buscando sus fuentes de inspiración en la comarca y lo local, cuando era obligatorio beber las aguas cosmopolitas, atreviéndose a ser pintoresco y decorativo cuando estas nociones parecían írritas a la noción misma del arte y, sobre todo, pintando para expresar su amor y contentamiento de la vida cuando los más grandes artistas de su tiempo lo hacían para mostrar lo horrible y lo invivible que hay en ella”.

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