Torcer al árbol, de Dana Hart

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Torcer al árbol, de Dana Hart

“Abro una puerta y salgo hacia la intemperie”, descalza, a un pueblo vacío. Una rara libertad comienza. Para ella. Los demás, en cambio, piensan, ‘qué insatisfecha está’.

Sin pensarlo, toma un bus hacia el norte, “a cada rato me pisan un dedo, sin darse cuenta. Todo es sin querer en este mundo y sin embargo cómo duele”. Sin pensarlo. Y sin tener que dar cuentas a nadie. Una rara libertad.

Llega a Tacna, y allí, decide: “- Hola, hola, voy a Juliaca, por favor, ¿tiene pasaje? – Nooo señorita, para Juliaca no están yendo los buses, no sabe lo que está pasando, no ve las noticias. – Si, veo, veo las noticias, pero quiero ir a Juliaca – Están matando gente por montones, no van los buses señorita, no, no”. Allí va, donde están matando gente. Una rara libertad.

Un piquete detiene el bus, los bajan “y me echo a andar”. Un cartel hecho con cartuchos de balas: “Dina Asesina”. Pasa un camión con cajones. “¡Son cajones con manifestantes muertos, asesinados!”. Y tras ellos, unos cien mil manifestantes, con su “mezcla entre el terror y la rabia. Entre la determinación y la necesidad de revancha, de redención, de justicia”.

Se acerca. “- Hola, ¿cómo puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer? – Tenga cuidado señorita, que andan matando a sangre fría. – Sí, pero yo quiero ayudar. ¿Cómo podría colaborar con ustedes?”. Una rara libertad.

La reciben unas mujeres en su casa. Se preparan para marchar a Lima. “Adentro mío siento la calidez de estar rodeada de un grupo de gente que habla el idioma de la ruptura, de la grieta. Es un lenguaje muy particular, que suele hablarse pocas veces alrededor del mundo, pero que cuando se habla, uff,

cuando se habla, rompe con todos los esquemas, es el lenguaje de la grieta. Yo aprendí a hablarlo, allá por mi infancia, por la tragedia de las circunstancias, igual que todo el mundo. El lenguaje de la grieta, ellas lo hablan y yo las entiendo”. La plena rara libertad.

La represión. “Agacho la cabeza para esquivar algo. Ando a gatas por media cuadra, pegada a la pared. Siento tierra. Siento pasto. Toco con las yemas de los dedos un árbol y me apoyo en él. Me cubro. Es mi escudo. No soy la única. Hay alguien más aquí. Es un señor mayor. Me mira con una sonrisa en los ojos. – ¿Sabe por qué está así el árbol? – ¿Así cómo? – Así, torcido… – No, no me había dado cuenta, ¿por qué está torcido? – Antiguamente, se torcía a los árboles nativos, para evitar que el hombre blanco los talara y se los llevara para levantar sus casas. Ellos no quieren árboles torcidos, no les sirven, no los necesitan. Solo ocupan la madera cuando está recta, perfectamente enderezada”. Aprende, concluye: “Hay que ser el árbol torcido”.

¿Por qué no? Parece que, al fin, “ha llegado el día, de torcer el árbol”. Porque a la noche, tras otro día de lucha, “cierro los ojos, visualizo el árbol torcido y pienso en cuánto desearía que el pasado dejara de tocar a nuestra puerta, para que el futuro nos despertara con el sol…”

La libertad, esa, personal, de, por ejemplo, dejar todo atrás, viajar sin rumbo, a un destino que nos puede sorprender, ¿a dónde nos puede llevar?

 (Puede leerse en: https://danahartescritora.com/hibridos/)

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