Pálido fuego, de Vladimir Nabokov

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Pálido fuego, de Vladimir Nabokov

En su Prólogo, nos indica el editor Charles Kinbote que “Pálido Fuego, poema en pareados decasílabos, de novecientas noventa y nueve versos, divididos en cuatro cantos, fue escrito por John Francis Shade (nacido el 5 de julio de 1898, muerto el 21 de julio de 1959) durante los últimos veinte días de su vida, en su residencia de New Wye, Appalachia, EEUU”.

Los crítico shadeanos critican esta última obra, pero se trata de una “invención malévola de aquellos que desearían no tanto lamentar el estado en que quedó interrumpida por la muerte la obra de un gran poeta, como denigrar la competencia y quizá la honestidad dé quien se encarga ahora de su edición y comentario”. Es decir, critican al editor, no al autor.

Sabe su editor, además, que Shade realizaba su propia tarea inquisitorial: “Por lo general, Shade destruía los borradores en cuanto dejaba de necesitarlos; bien me acuerdo de haberlo visto desde mi galería, una mañana brillante, quemando toda una pila en el fuego pálido del incinerador delante del cual permanecía con la cabeza inclinada como un miembro oficial de un cortejo fúnebre, entre las mariposas negras, llevadas por el viento, de ese auto de fe de patio trasero”.

Aunque algunos borradores se salvaron, es que para Kinbote, “ permítaseme añadir con toda modestia, tenía intención de pedirme mi opinión después de leerme su poema, como sé que pensaba hacerlo”. El autor, nos dice “con toda modestia” su editor, necesitaba de… su editor.

Aún después de muerto. Por eso pidió a su viuda cuando aún no habían enterrado a Shade que firmara un contrato que le cedía el derecho de revisión y publicación de su última obra lo que, también malignamente, fue criticado por críticos y shadeanos.

Además, era sabido que desde que se conocieron, “el espeso veneno de la envidia empezó a salpicarme no bien los suburbios académicos se dieron cuenta de que John Shade prefería mi compañía a la de todos los demás”.

Aunque los demás no reconocieran la grandeza de Shade, “jamás comentamos, John Shade y yo, ninguna de mis desventuras personales. Nuestra estrecha amistad se situaba en ese nivel superior, exclusivamente intelectual, en que uno puede descansar de las penas del corazón, no compartirlas. Mi admiración por él era una especie de cura de altura”.

Finalmente, lo que importa: si va a leer el poema, comience por las notas del editor, recomienda… el editor. “Permítaseme afirmar que sin mis notas, el texto de Shade simplemente no tiene realidad humana alguna, pues la realidad humana de un poema como el suyo (demasiado caprichosa y reticente para una obra autobiográfica), con la omisión de muchos versos medulosos rechazados por él, tiene que depender totalmente de la realidad de su autor y lo que le rodea, de sus afectos y así sucesivamente, realidad que sólo mis notas pueden proporcionar. Probablemente mi querido poeta no hubiera suscrito esta afirmación pero, para bien o para mal es el comentador el que tiene la última palabra”.

En la edición de Kinbote, nos encontramos con los 999 versos del poema en 20 páginas, y 90 páginas de prologo y notas. Puede justificarse. Kinbote había sido rey de Zembla, Shade -tal vez- su poeta, o al menos eso dejó creer y entró en un juego que escapó de sus manos. Kinbote quedó asó “seguro al fin de que recrearía en un poema la deslumbrante Zembla que ardía en mi cabeza”. Está entonces esta posibilidad: el poeta que se pone su propia cadena, o que juega con las cadenas, de peso ligero, y adelante el futuro enaltecimiento de este especial  comentador antes que al autor, casi por una propia y acaso oscura decisión.

A menos que hubiera una desviación inesperada. La mujer de Shade le hacía corregir, cada vez que él le leía sus borradores, “el magnífico tema zemblano que yo seguía proporcionándole”. Por eso, aunque sea claro que aunque Kinbote declare que “no tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus críticus sin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela”, hace lo uno y lo otro, maltratar el aparato crítico y dar, o pretenderlo, un simulacro de novela, sobre la Rebelión en Zembla, la deposición del Rey, el exilio, su persecución y “un nacionalismo congestionado y el sentimiento de inferioridad de un provinciano, esa mezcla temible tan típica de los zemblanos bajo la dominación de los extremistas, y de los rusos bajo el régimen soviético”.

Por esto, contra esto, Kinbote, rey depuesto quería un canto de Zembla. Pero la mención a Zembla se limitó a ’En Groenlandia, en Zembla o Dios sabe dónde’. Kinbote se enfureció: “¿Así que esto es lo que ese viejo traidor de Shade podía decir de Zembla… mi Zembla?”.

Esa relación fatal entre el poder y el escritor. Ese devenir, esa degeneración (¿es mucho decir?) acaso sin mayor esfuerzo (¿o sí?) de los descifradores, descentrando, desplazando, la lectura, del autor y su texto al comentador y su comentario. Que puedan pensar que aquí está el sentido de la literatura, como piensa Kinbote que “la vida humana no es sino una serie de notas de pie de página de una vasta y oscura obra maestra inconclusa”, no es sino una penosa confirmación.

(Anagrama. Traducción de Aurora Bernárdez)

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