ARTE Y LITERATURA. La Sagrada Familia con ángeles, Rembrandt. Elías Ambrosius. Leonardo Padura

“Unas semanas antes, cuando comenzó a trabajar en alguna de aquellas versiones de La adoración de los pastores, el pintor había tomado la previsible decisión de utilizar otra vez a la joven Emely Kerk, la institutriz de su hijo Titus, como modelo para la figura de la Virgen María, como ya había hecho en la escena que tituló La Sagrada Familia con ángeles. La obra, terminada y entregada a principios de ese año, y a cuyo proceso de creación Elías Ambrosius había tenido el privilegio de asistir, había provocado en el joven aprendiz una atracción casi magnética. Largas horas había dedicado a su contemplación, tratando de descubrir, pues ya se creía capaz de ello, los efectos por los cuales aquella escena familiar y mágica lograba transmitir una emoción que, a pesar de su educación y creencias judías, Elías no podía dejar de sentir: y un buen día encontró que la clave del cuadro no estaba en su representación de un acontecimiento místico, sino en lo contrario, en la manifestación de su serenidad terrenal. El Maestro parecía estar cada vez más lejos de la expresión de sentimientos evidentes de miedo, dolor, sorpresa, pesar, ira, a las que se había entregado, años atrás, en sus cuadros sobre la historia de Sansón, o en sus trabajos sobre el sacrificio de Abraham o el llamado El festín de Baltasar, todos tan teatrales y plenos de movimiento. Ahora, en cambio, había optado por la interioridad de los sentimientos y en aquella escena había sido capaz de concentrar toda la emoción de la circunstancia en el gesto cuidadoso de una mano. La mano de la joven y hermosa Emely Kerk, convertida en Madre de Dios, resumía, como una última emanación de su carácter, la perfección que comenzaba en el óvalo de su cara, en la suavidad de su semblante, y continuaba en el arco apacible de sus hombros, para bajar hasta la delicadeza de aquella extremidad que se acercaba al niño para comprobar si estaba dormido: era solo un gesto, cotidiano y leve, casi vulgarmente maternal y terreno, más lograba conferir a la figura de la Virgen una dulzura capaz de proclamar, en su ternura a la vez humana y cósmica, que aquella no era una madre normal, sino la Madre de un Dios”.

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