ARTE Y LITERATURA. Galería de lágrimas. Simón Wiesenthal

Una anciana escribe una carta desde Nueva Zelanda a Simón Wiesenthal. La habían detenido en 1939, en su piso de Viena. Cuenta que “había venido haciendo grandes esfuerzos para conservar el piso exactamente igual como mis padres me lo dejaron: los Meissen y las cajas de rapé que mi padre coleccionaba, las cómodas Biedermeier, la vitrina con las tres figuritas de Sévres, los viejos candelabros y la plata. Durante la inflación de los años veinte, cuando pasábamos frío y hambre, tuve que vender algunas de las cosas para poder comprar comida y carbón. Pero de los cuadros no había vendido ninguno, ni mucho menos uno que quería con locura porque sabía cuánto había representado para mi padre’.

Cuesta imaginarse el sufrimiento asociado, despojados de todo en esas razzias nazis; querer conservar el piso familiar… sus objetos, las cosas de su vida.

Sigue Wiesenthal. “Los nazis habían organizado el mayor robo de obras de arte de la Historia. De pronto, Hitler, Goering y Ribbentrop demostraron un sorprendente interés por las artes: ‘coleccionarlas’ se convirtió en característica nazi y en un pasatiempo mucho más provechoso que cazar o pescar, dando ejemplo el mismo Führer, que pasó a ser el mayor coleccionista de arte, con grandiosos plan de dotar a su ciudad natal, Linz, de la mayor colección de arte mundial que vieron los siglos, dejando chiquitos al Louvre, a los Ufficci y al Prado. Sería asimismo la mayor ganga de la Historia, pues se creó un Eisatzstab (personal especial) bajo las órdenes del infatigable experto en cultura Alfred Rosenberg, con el fin de saquear de tesoros artísticos los países de ocupación nazi. Los miembros de este personal se reclutaban entre Conservadores de museos, críticos de arte y marchantes.

Las ‘colecciones’ nazis fueron creadas, o por simple confiscación o bajo una pantalla de legalidad. Recientemente un amigo de Holanda me habló del segundo método:

-Era de conocimiento público que yo poseía un hermoso Frans Hals, de los que pocos había en manos de particulares. Los expertos de Rosenberg vinieron a verme un día de 1941 con dos individuos de la Gestapo; miraron mi Frans Hals y les gustó. Naturalmente. Me propusieron comprármelo para el museo futuro del Führer, gran honor para mí, espectacular privilegio el de contribuir a semejante empresa y me demostraron cuánto lo apreciaban ofreciéndome lo que llamaron un ‘precio justo’.

Mi amigó se rio.

-En los años treinta, cuando la Depresión, el cuadro había sido valorado en 1500 marcos. Así que, declarando que no querían aprovecharse de mí, uno de los hombres de la Gestapo afirmó que en su opinión 1500 marcos era demasiado, pero me dio sesenta segundos para aceptarlo. Acepté.

-¿Y si rechazabas la oferta?

Volvió a reírse.

-Se de un hombre que fue testarudo; la Gestapo se llevó el cuadro y a él también. No regresaron jamás.

Terminada la guerra, especialistas en restitución intentaron poner orden al caos. Los cuadros que habían sido robados de los museos y de galerías públicas fueron fácilmente identificados y devueltos. Ya era menos fácil en el caso de colecciones privadas cuyos dueños habían desaparecido, y el mayor problema lo presentaban los cuadros que habían pertenecido a individuos que poseían un cuadro solo, o dos o tres, individuos que no tenían descripciones detalladas en archivos como los coleccionistas”.

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