
A partir de
La dramática vida de Chejov, de Irene Nemirovsky
¿Qué hay para hacerse escritor?
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Hay esa oscuridad, y esa chispa de luz inesperada.
La ciudad en que vivían los Chejov, había conocido la prosperidad y ahora la ruina, “eran su barro y su silencio lo que llamaba la atención de los viajeros”. Allí, de niño, Anton le pedía a su hermano mayor Sacha, que lo ignoraba, que fuera su amigo; escuchaba al padre -el piadoso casi fanático religioso tendero, “tratado como esclavo por otros más poderosos que él, era para los suyos un déspota, un reyezuelo oriental”-, castigar con violencia, a los niños que trabajaban para él, y a su mujer, que se lamentaba a solas de su suerte, y a los mismos niños de la familia. “El chico no sentía asombro ni rebeldía; ni siquiera tenía conciencia de su desgracia: todo eso era demasiado cotidiano”. La autoridad del padre, venía de Dios. Las mujeres… La madre se ocupaba de lo cotidiano, de alimentar a su familia. Pero algo más: eran las que contaban historias: la madre, las historias de su familia; “la nana, que también estaba allí, interrumpía su lavado y contaba leyendas oscuras y siniestras, en, las que se entremezclaban confusamente recuerdos de la guerra de Crimea, el tiempo de los siervos, historias de bandidos y de brujas”. Había otros relatos: cuando debía ocuparse de la tienda, “Antón sé entretenía mirando a la gente, escuchándola. Unos monjes que pedían limosna para un convento cercano bebían una copa a escondidas; a veces algunos marineros hablaban de sus viajes. Otras veces los conductores de rebaños reñían con los revendedores de trigo … Antón los escuchaba a todos, uno por uno. Cada cual tenía su lenguaje, sus gestos, sus tics, sus relatos, que, no pertenecían más que a él, a su raza y a su casta… Los griegos, los judíos, los rusos, los popes y los comerciantes representaban una especie de comedia; eterna cuyo único espectador era él, Antón Chejov”. También bebía las historias del teatro de la ciudad. A la vuelta, escribía sus propias historias, y las representaba. Tenía el “don de la risa”.
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Historias. Relatos. Narraciones. Lo cotidiano -con su violencia normalizada- y las leyendas -con su violencia fantástica-. Lo extraordinario -historias reales pero lejanas, exóticas, contadas en diversas lenguas-.
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Pero no se trata sólo de absorber todas esas narraciones, todas esas historias.
Hay algo del carácter. “Esa juventud abandonada, ese padre escapando a la prisión por deudas, recuerdan la infancia de Dickens; pero el muchacho ruso no sufría, por su pobreza y su decadencia, del mismo modo que el inglés. Sin lugar a dudas, Antón no sintió nunca la vergüenza que torturaba a Carlos Dickens cuando recordaba su pasado. Era menos orgulloso, más simple que un occidental. Era infeliz, pero no sutilizaba sobre su desgracia; no la envenenaba con una vanidad herida. No ocultaba avergonzado sus ropas usadas, sus botas rotas. Sentía instintivamente que eso no era esencial, ni aun muy importante, y que no menoscababa en absoluto su verdadera dignidad. Y de esta dignidad tenía, sin embargo, una elevada y hermosa idea”.
Además, “estaba lleno de esperanzas en un porvenir mejor, lleno de energía … no era vanidoso ni codicioso … [quería] llevar una existencia más tranquila, más limpia. De todos los Chejov, sólo él poseía una exigencia interior, el deseo de una vida moral más elevada … Siempre era cortés, tranquilo, alegre y de humor parejo”.
[Cada carácter puede -no necesariamente- dar una literatura: “Es imposible imaginar dos naturalezas más diferentes que las de estos dos escritores. Tolstoi está lleno de pasión, de terquedad sublime; Chejov es escéptico y desapegado de todo. Uno quema como una llama; el otro ilumina el mundo exterior con una luz suave y fría. Tolstoi, el gran señor, idealizaba a los humildes; Chejov, el plebeyo, había sufrido demasiado por la grosería y la debilidad de estos humildes como para sentir por ellos otra cosa que una lúcida compasión. Tolstoi despreciaba la elegancia, el lujo, la ciencia, el arte. Chejov amaba todo esto. Tolstoi odiaba a las mujeres y al amor carnal, porque el renunciamiento le resultaba difícil a su naturaleza apasionada, a su cuerpo vigoroso. Chéjov, delicado, enfermo, no comprendía la importancia del pecado, pues este pecado, en suma, no había comprendido nunca lo profundo de su naturaleza”].
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Del carácter, algo a destacar para hacerse escritor. Su don de la curiosidad y de la observación. “Era muy joven y ya había visto, sin embargo, tan diversos tipos de la inmensa Rusia… En Taganrog: los tenderos, los popes, los maestros, los campesinos, los marineros. En Moscú: los comerciantes, los funcionarios, la pequeña burguesía necesitada, los estudiantes, la gente del pueblo, empleados, cocheros, dvorniks. En 1883, su hermano Iván fue nombrado maestro en la escuela de una pequeña ciudad próxima a Moscú y los Chejov vivieron allí durante el verano. Antón conoció a los militares del cuartel, a las señoritas de provincia. Un poco después trabajó en un hospital. Allí encontró todavía más tipos diferentes. No muy lejos de la ciudad había un monasterio. Antón lo visitaba, hablaba con las monjas. La gente, las situaciones, los acontecimientos que a otros le hubieran sido indiferentes, apenas dignos de ser señalados, a Antón le interesaban. Con una cáscara de nuez creaba un mundo”.
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Hay, también, atención a lo que se solicita. “Joven, alegre, ardiente, la mente ávida, miraba el mundo con el único deseo de encontrar materia para relatos ligeros. Así los quería el público”.
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Mientras estudia Medicina en Moscú, “en 1880, en un periódico humorístico sin importancia, «La cigarra», aparece la «Carta de un propietario del Don a su vecino», que es sin duda la primera obra literaria impresa de Antón Chejov. ¡Qué modestos comienzos! La única ambición es ganar algún dinero de vez en cuando. Escribe con mucha facilidad, «casi maquinalmente», dirá luego. Todos los periódicos, todos los diarios ilustrados o satíricos de Moscú son objeto de su solicitud; no firma con su verdadero nombre; ha elegido un seudónimo: «Antocha Chéjhonté»”.
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Hay, también, una época, turbulenta, que reclama. Para el escritor, un rol bien definido. “La literatura tenía entonces un gran ascendiente sobre las almas. Lo que buscaba ese público ocioso, cultivado, fino, no era una distracción brillante, ni una pura satisfacción estética, sino una doctrina. En el mejor sentido del término, el escritor ruso era un maestro. No se dirigían a él con la pregunta implícitamente hecha por el lector europeo: «¿Qué somos?», sino que ansiosamente le preguntaban: «¿Qué debemos ser?» Y a su manera, todos se esforzaban por contestar. Acababa de aparecer «Los hermanos Karamazov». Saltykov-Stchédrine escribía «Los señores Golovlev». Era la época de los últimos relatos, perfectos y melancólicos, de Turguenev. Tolstoi era el rey, el dios. Y entre todos esos grandes hombres venerados por Rusia Rentera, Antón Chejov, un joven modesto que sólo pensaba en ganar la vida, escribía sus primeros cuentos”.
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Hay -¡qué importante y más bien pasado de largo y que aquí y aquí destacamos, en esta época de éxitos individuales exacerbados!-, la amistad. Le escribe el consagrado crítico Grigorovich: “Hace poco más o menos un año, leí por casualidad su cuento en “La gaceta de Petersburgo”; ya no me acuerdo del título; sólo recuerdo que quedé impresionado por algunos conceptos de una originalidad muy peculiar y, sobre todo, por su notable exactitud, por la veracidad en la descripción de los personajes y de la naturaleza … insistí ante Suvoriáe y Burenine para que siguieran mi ejemplo. Fui escuchado y ahora, como yo, no dudan de su verdadero talento, el cual lo ubica a usted en el primer lugar entre los escritores de la nueva generación … por las diversas cualidades de su indudable talento, por la veracidad del análisis interior, por la maestría en las descripciones (la tormenta de nieve, la noche, el decorado de “Ágata”, etc.), por el sentido estético, cuando aparece, en algunas líneas, la imagen perfecta de una nube en el ocaso que se apaga “como carbones que se consumen”, etc., usted está destinado, lo aseguro, a escribir obras admirables, realmente artísticas. Usted se hará culpable de un gran pecado moral si no responde a esas esperanzas. Y lo que se necesita para esto es respetar el talento, que tan pocas veces se prodiga”.
Anton se conmueve: “Su carta… me hirió como el rayo. Casi me ha hecho llorar, me ha emocionado y ahora siento que ha dejado una profunda señal en mi alma … puede entonces darse cuenta de lo que su carta significa para mi amor propio … Si hay en mí un don que es necesario respetar, entonces, lo confieso a la pureza de su corazón, yo no lo he respetado hasta ahora … Mis allegados nunca tomaron en serio mi trabajo de escritor y siempre me aconsejaron amistosamente que no cambiara por garabatos una profesión verdadera. Tengo en Moscú centenares de amigos y entre ellos decenas de autores, pero no puedo recordar a uno solo que me haya leído, o que haya reconocido en mí al artista”.
Pero, destaquémoslo: “la carta de Grigorovich hizo algo más que emocionarle, agradarle o facilitar sus primeros pasos: le enseñó a conocerse”.
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En 1886, se convirtió en una celebridad literaria.
El punto de viraje fue aquel haberse empezado a conocer a sí mismo; y a reconocerse.
Le permitió, ayer, no haber sucumbido, ahora, retomar “su deseo de perfeccionamiento, ese trabajo lento y continuo que él realiza en su espíritu, en su obra, en su alma, y en el que persiste sin descanso hasta su muerte”.
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Hay la conciencia de la búsqueda de escribir bien -sea lo que sea para cada cual-: “Chejov se preocupaba por los menores detalles del estilo y de la composición de sus trabajos. Para comprender el duro trabajo de perfeccionamiento que tuvo que hacer consigo mismo hay que releer sus primeros relatos y los de los últimos años: ¡qué diferencia! Hacia el fin de su vida, «no escribía, dibujaba sus cuentos». Sobre todo, meditaba sin cesar sobre su arte. En éste, entraban tanto la reflexión y la voluntad como el instinto. Ante todo, buscaba la simplicidad; las frases debían ser lo más cortas posible; cada palabra decir lo que quiere decir, y nada más. El ideal de una descripción, decía, lo había encontrado en el cuaderno de un colegial; «El mar era grande», escribía el niño, y el escritor afirmaba que no se hubiera podido hacerlo mejor. Simplicidad, concisión, pudor; ante todo, esto es lo que importante. Sugerir y no explicar. Llevar el relato en forma coherente y suave. «Mi instinto me dice que el final de un cuento debe concentrar artificialmente en el espíritu del lector la impresión de toda la obra». Cada uno de los problemas que puedan plantearse a un escritor ha sido examinado por Chejov. Obligado a escribir de prisa, sus cuentos son, sin embargo, obras maestras de delicadeza y de paciencia”.
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Pocos años después, aparece la enfermedad. Tuberculosis.
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Habiendo sufrido, a pesar del éxito alcanzado, tantos padeceres, hay algo de su carácter que tal vez lo defina, según decía de sí mismo hacia el final de sus días: “«Desearía ser un viejecito calvo, estar sentado en un cuarto confortable, ante una gran mesa, y escribir, escribir», y «la literatura tiene de bueno, agregaba sonriendo, que uno puede estar sentado, pluma en mano, durante días enteros, sin advertir cómo pasan las horas, y sentir, al mismo tiempo, algo que se parece a la vida»”.
Tal vez, en su caso, su hacerse escritor haya descansado en querer estar y no estar en el mundo al mismo tiempo.