
A partir de
Historia del guerrero y la cautiva, de Jorge Luis Borges
“Imaginemos (éste no es un trabajo histórico)”. Imaginemos, porque “la tradición es obra del olvido y de la memoria”.
Droctfult, un bárbaro que “abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado”, Roma. No el “individuo Droctfult, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico”.
¿Qué fue Droctfult al defender la ciudad que antes había atacado? “No fue un traidor; fue un iluminado, un converso”. En su epitafio pusieron algo así como que “tenía un rostro temible, pero una naturaleza gentil”.
Al leer sobre Droctfult, “tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío”.
Esa “muchacha india que atravesaba la plaza”, que era inglesa, que había sido llevada por los indios tras la muerte de sus padres pero que “era feliz”, que ahora, en la Pampa, “Tierra Adentro”, “todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles”.
Aquel dejó la barbarie por la ciudad, ésta, la ciudad por la barbarie.
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Ya no la cautiva, excusa de Ruy Díaz de Guzmán, oscureciendo el verdadero motivo: la ancestral lucha de un hombre contra otro hombre para probar su supremacía, haciéndose con un botín, una mujer, el cuerpo de una mujer. Ya no la cautiva -la mujer-, de Rosa Guerra, víctima involuntaria de tres atributos: su belleza; la inhumanidad de las empresas de conquista; la -inconfesada- impotencia de la civilización frente a la barbarie. Ya no la cautiva de Eduarda Mansilla, víctima de la intriga y la traición, impotente venganza de la envidia y los celos de hermano contra hermano. Ya no, con Esteban Echeverría, la emergencia de la heroína por sobre la víctima, aunque aún sin poder reconocerla como tal. Si no, aunque va en igual dirección, la emergencia de la mujer que decide; que decide contra toda convención; un inesperado, por encima de la dicotomía entre civilización y barbarie, espacio de libertad.