A partir de
Arthur & George, de Julian Barnes
A la manera inglesa, allá por fines del s. XIX – principios del s. XX, Inglaterra tuvo su propio caso Dreyfus, en vez del oficial judio, el abogaducho de provincias parsi George Edalji, y en lugar de Emile Zola, el querido sir Arthur Conan Doyle.
La historia tuvo sus comienzos: Arthur, imaginativo, audaz, curioso, aventurero, deportista, hombre público querido, respetado, afamado. Y tempestuoso: aún con todo eso siente que algo le falta siempre; y está acosado por una terrible paradoja, nacida de su sentido del honor. George, sin imaginación, miedoso, lerdo, sin intereses. Y un misterio, real, peligrosamente real.
Pero es un comienzo con un final. Porque así son ellos. Arthur escribe primero el desenlace de sus historias. George ve la vida como un ferrocarril: hay un trayecto, hay un destino, con horario convenido, con 1ª, 2ª y 3ª clase.
También, un final con un comienzo. Arthur, de un vistazo, adquiere la convicción de que ese misterio peligroso que inculpa a George, es una falsedad. Y se lanza a aclararlo, para exculparlo. (¿Tendrá razón?). Y juega a Sherlock Holmes, bellamente, porque no sólo imagina, encarna lo que imagina.
Pero no está todo ahí. Hay algo más. Algo más importante: “los elevados principios de sir Arthur y su disposición a llevarlos a la práctica”.
¿No necesitan un poco de sir Arthur nuestros escritores y nuestros intelectuales de este presente que lo pide a gritos?