A partir de
Juan de Amberes, tambor de los ejércitos a los que animaba con su ritmo, recibió dos choques que todo lo cambiarían: los naranjos que llegaban en barcos de la india iluminando Amberes con un nuevo sol; la peste que traían las ratas purulentas en el mismo barco, que lo hizo alucinar: “la muerte sería buen castigo por haber dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria de Nuestro Señor para meterse a tambor de tropa”. Después de pasar con su ejército por el mundo, “del reino de Napoles al de Flandes”, “comprendía la vanidad de las apetencias”, y despertando vio la Vía Láctea y allí, el Camino de Santiago.
Juan el Romero, peregrino, inició el Camino de Francia para llegar a Compostela, pero ya sanado, descansado, con piojos de menos y copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería cosa de la peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de la fiebre”.
En el camino de Francia encuentra a los pregones de los ciegos cantando los viajes, y a los indianos las riquezas de las Indias. Se acerca a la Casa de Contratación, parte a las Indias.
“Pero allí todo es insidias, chisme, comadreos, envidias sin cuento, cartas que van, cartas que vienen, entre ocho calles hediondas, llenas de fango en todo tiempo”.
Juan el fugado, tras acuchillar a uno, y ser perseguido por el Gobernador, huye. Más allá de las montañas se encuentra con un marrano y con un luterano; se junta con dos negras a las que llama doña Yolofa y doña Mandinga. Vive tranquilo, pero empieza a añorar, languidece. Un barco encalla, parten los tres de nuevo al viejo mundo.
Juan el indiano, sobrevive allí contando cuentos de las riquezas del Nuevo Mundo, escapa de las matanzas de la Inquisición, recuerda a sus doñas.
Llegan (Juan, el marrano y el luterano; pero, también, ese que es uno y cuatro: Juan: de Amberes, el Romero, el fugado, el indiano), como tres pícaros, a los pies de la Virgen de los Mareantes, que “frunce el ceño al verlos arrodillarse ante su altar”.
No importa todo ese desvío del Camino de Santiago, quien le dice a la Virgen con su ceño fruncido: “dejadlos, que con ir allá me cumplen”. ¿Bondad, compasión, comprensión, o el camino, todo camino, está lleno de inevitables desvíos para poder «ir allá», ese allá que cada uno vislumbra después de una iluminación, unas fiebres, una visión, una desilusión, unos cantos?