A partir de
El hablador, de Mario Vargas Llosa
¿Pasaron cuántos, 30 años? Más tal vez. Pero desde Firenze, seguía obsesionado con el hablador de los machiguengas.
Más inclusive que con aquella misma tribu amazónica. Más todavía que con las discusiones aún abiertas sobre los beneficios o no de su intacta preservación, o de las mejoras del progreso capitalista, o de la denuncia de sus brutalidades, o de la alternativa socialista.
Aquella tribu machiguenga que su entrañable amigo de sus años de estudiante universitario, Saúl Zuratas, Mascarita, le presentó. ¿Y quedó fascinado? Si. Pero más todavía que con los machiguengas, con Mascarita. ¿Por qué? Porque admira (no lo admite) y teme (lo declara) fascinado, aquella mezcla de santos y locos, de conversos, de quienes tienen la fe, de quienes creen que tienen a la verdad de su parte. ¿Convirtiéndolo en intransigente indigenista? No. Algo más. Es de esas obsesiones que te permiten cambiar de piel, transformar y transformarse.
Y a través de ellos, tal vez, reconocer la propia obsesión (¿mas cobarde? ¿o más pasiva?). Aunque no fue este santo loco de Mascarita quien le habló de los habladores. Fueron otros, evangelizadores protestantes, los etnólogos estadounidenses Schneil quienes le inocularon esta obsesión que 30 años más tarde lo tiene prendado del hablador que es correo, memoria, entretención, misterio, inagotable capacidad de hablar. Pero algo más, este hablador, nuestro hablador. Con él descubrir que la vida tiene cosas de novela, pues. Pero mucho más, este hablador, nuestro hablador. Con él descubrir que el peor daño es no emparejarse con nuestro destino. Que descubrió andando.
Y en esta época móvil, de flexibles cambios, ¿dejamos atraparnos por nuestras obsesiones santas? Con flexibilidad nos desplazamos, cambiamos, ¿pero nos atrevemos a cambiar de piel?