A partir de
El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa
Sí, es triste. Pero también es exaltante. Es la iniquidad, la crueldad infinita con su raíz en la explotación y la codicia, propias de la brutalidad del colonialismo del Imperio inglés y belga así como de las empresas inglesas y belgas en el Congo, la Amazonía e Irlanda. Pero es la gesta del que la enfrenta. Roger Casement (aquel personaje histórico, pero nuestro personaje de nuestra novela) lo hizo. Con una pasión avivada en los relatos de reales aventuras de su padre soldado del Ejército del Imperio Británico en la India y Afganistán, y en la secreta fe de minoría oprimida católica que su madre ejercía no sólo en la protestante Irlanda bajo el dominio de Inglaterra, sino también en su familia del soldado de su majestad, su marido. Así, recorrería una vida de odisea fascinante: empleado de oficina de una empresa inglesa de comercio con el Africa; expedicionario en el Africa para llevar las 3 c: cristianismo, comercio, civilización; decepción y luchador humanista ya como Cónsul inglés en el Africa y la Amazonía de la infinita crueldad contra los nativos; noble inglés Sir Roger por sus servicios a la Corona en bien de la Humanidad; combatiente nacionalista por la independencia de Irlanda. A costa de su salud, y su patrimonio; acosado por dudas que no lo paralizaban; sostenido en su catolicismo heroico de los mártires que lo fundaron; aliviado en sus incursiones homosexuales dolorosamente sin amor. Consecuente y coherente, sacaba conclusiones hasta el final: la iniquidad colonialista no podría ser vencida más que con el alzamiento armado. Y aún así se mantenía en las redes de la limitada visión política del nacionalismo, aún siendo justo en su lucha contra el colonialismo, que lo arrastraría a una ilusión imposible: que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, arrojándolo a los brazos de Alemania cuando la insurrección irlandesa de Semana Santa el Domingo de Ramos de 1916.
El paso de un Roger a otro, del administrativo, al expedicionario, al humanista, al combatiente nacionalista contra el colonialismo, era un desplazamiento llevado por las preguntas y las paradojas de la Historia. Las preguntas de alguien que sólo por su apertura al mundo que lo rodea, sensible y activa, de poeta y de hombre de acción, de un militante político, con ingenuidad pero con pureza y fe. “¿Tenía sentido todo aquello? … ¿podía llamarse civilización a esas bestias de la Force Publique?”; “¿Cómo se había podido llegar a esto?”; “¿Cómo puede permitir Dios que ocurran cosas así?, ¿qué clase de Dios es este?”; “¿había ganado el diablo la partida?”; “¿resistiría todo ese espanto cotidiano la sanidad de su espíritu?”. Preguntas que se responde con cruda sinceridad: no se origina en la falta de civilización (es decir, de respeto a la propiedad privada y a la libertad individual), que no representaba más que la hipócrita máscara de toda esa iniquidad, sino en la explotación y la codicia (que aniquila las formas comunes de propiedad de los indígenas y sus libres individualidades).
Fue apresado por instigar el levantamiento de Semana Santa, cuando estaba políticamente en contra. “Una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos, donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o de su propia torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira”. Eran las paradojas de la Historia que lo tenían igualmente como protagonista.
Las iniquidades persisten. ¿Cuánto de apertura al mundo sensible y activa conservamos? ¿Cuánta hace falta?