A partir de
Fausto, de J. W. Goethe
Es una apuesta entre el Señor y Mefistófeles, lo que permite el diabólico pacto de sangre de Fausto. Impulsado por el rechazo a la Razón (“toda teoría es gris, caro amigo, y verde el árbol de oro de la vida”), a su vida de gabinete (“en el Principio era la Acción”), Fausto, inquieto, hastiado, desasosegado, siempre insatisfecho movido por el puro deseo, saldrá de ese gabinete a un viaje sin igual de la mano de Mefistófeles: conocerá el amor campesino (de Margarita), recorrerá la Antigua Grecia, y allí conocerá esta vez el amor de la figura misma de la femineidad (Helena) –la satisfacción de estos deseos terminarán en la muerte de sus mujeres y los hijos que concibieron-, será parte de la Corte del Emperador, primero en sus fiestas, después en la guerra, que concluye con su victoria y su recompensa: territorios y riqueza.
¿Qué busca Fausto? ¿es la pugna entre sus dos almas regidas por los principios de la acción y la razón? Es algo más ambicioso: ser como dios. “Lo que está repartido entre la humanidad entera quiero yo experimentarlo en lo íntimo de mi ser; quiero abarcar con mi espíritu lo más alto y lo más bajo, acumular en mi pecho el bien y el mal”; siendo advertido por Mefistófeles que “ese Todo no se ha hecho sino para un Dios”. Fausto insiste: busca el estremecimiento, la inmensidad; Nereo, dios de la Antigua Grecia, advierte: “Criaturas que aspiran a llegar al nivel de los dioses, y condenadas, sin embargo, a semejarse siempre a sí mismas”. Fausto no ceja, ya dueño de vastas posesiones tras el triunfo de las tropas del Emperador, visualiza unos pequeños territorios que no le pertenecen: “Aquellos pocos árboles que no son míos me desbaratan la posesión del mundo”. Sufre.
Y su sufrimiento lo lleva ahora a anhelar ser un simple mortal. Concluye lo insensato de su empresa: “Hacia el más allá la vista nos está cerrada. Insensato es quien dirige allí los ojos pestañeando, quien imagina encontrar su igual más arriba de las nubes”. ¿Pero en qué se traduce esta conclusión?
El hombre que pactó con el mismísimo diablo, que viajo por los tiempos y los países, que conoció el amor de una diosa, traduce su conclusión en la realización de dos actividades tan humanas: el trabajo y la política: “solo merece la libertad, lo mismo que la vida, quien se ve obligado a ganarla todos los días … quisiera ver una muchedumbre así en continua actividad, hallarme en un suelo libre en compañía de un pueblo también libre”.
El trabajo y la política entonces, ¿meros medios de la sensatez del hombre ya viejo?, ¿o son otros tantos caminos para la siempre presente aspiración de ser como dioses, uniendo lo escindido?