A partir de

La edad de hierro, de J. M. Coetzee

La señora Curren va muriendo de cáncer como su Sudáfrica del Apartheid en la que “nos están poseyendo los demonios”. Su casa sola, su muerte lenta, se ve irrumpida. El señor Vercueil con su perro, sucio y borracho comienza a dormir en su jardín. Florence, su empleada negra reaparece después de un tiempo con sus hijos, las dos menores, Beuty y Hope, el de 15, Bheki, con su amigo John. Todo se lo escribe a su hija que vive en Estados Unidos: “No te cuento esta historia para que sientas lástima de mi, sino para que sepas cómo son las cosas”.

Ellos irrumpen, pero ella los acoge. La señora Curren es buena. Los cuida cuando la policía los golpea en la calle frente a su casa. Acompaña a Florence a su pueblo cuando la policía y los militares de un tiro matan la vida joven de Bheki. Por haber dejado la escuela en rechazo al Apartheid. Por luchar por su libertad.

Pero “lo que la época requiere es algo bastante distinto de la bondad. La época pide heroismo”.

Es que “en este país. La locura está en el aire”.

Los acoge y los intenta convencer de que la camaradería, la lucha, no la merecen tan jóvenes. Como intenta convencer a los policías que también irrumpen en su casa en busca de John, lo matan, la interrogan por otros de su célula. Es en vano. Es la edad de hierro.

En la edad de hierro es en vano. Lo sabe, y clama: “¿Por qué tengo que pagar yo? ¿Por qué esperar que yo me levante por encima de mi época? ¿Es culpa mía que la época sea tan vil? Quiero bramar contra los hombres que han creado está época … Quiero venderme, redimirme, pero no consigo decidir cómo hacerlo”.

Redimirnos. ¿Conseguiremos decidir cómo hacerlo? Que no sea en vano.