A partir de

La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes

“Artemio Cruz, así se llamaba, entonces, el nuevo mundo surgido de la guerra civil”. Sin apagarse el fuego de la revolución, revolucionario de la facción de Venustiano Carranza, se apareció por la antigua hacienda de la familia de su compañero de prisión fusilado Gonzalo Bernales, y no solo llevó demandas de la revolución a cabo, repartiendo tierras, sino que se quedó con las mejores, y se quedó también con Catalina su hermana y humilló a Gamaliel el padre, y Catalina se vengó por siempre, igual que, por esto, él de ella.

“Me vences de noche, te venzo de día”, cuando oscurecía Catalina se deshacía en su brazos en la cama, cuando el sol salía, no le dirigía la palabra, para envenenarle el alma. A Artemio Cruz, aunque sufría, no le importaba: se hizo dueño de tierras, dueño de periódicos, diputado, traficante de permisos de explotación de las riquezas naturales a cambio de un pago.

Era “el santo y seña de México: tu palabra. –Chingue su madre … Tú y yo, miembros de esa masonería: la orden de la chingada. Eres quien eres porque supiste chingar y no te dejaste chingar”.

Era, no había sido: “antes era otra cosa. Antes de que esto degenerara en facciones. Pueblo por donde pasaba la revolución, era pueblo donde se acababan las deudas de los campesinos… cómo se han ido quedando atrás los que creían que la revolución no era para inflar jefes sino para liberar al pueblo”.

Pronto a morir, ahora a sus 71 años, Catalina su mujer y Teresa su hija, se desesperan por el testamento. Las deja en ascuas, descubrirán que sí las heredó, pero se burla, su legado es más que su riqueza, es otro que sus bienes. Es este, ¿cuál?, México que fue quedando.