A partir de
Las tres bodas de Manolita, de Almudena Grandes
Poco antes de la entrada de Franco en Madrid, Antonio Perales, Toñito, logró esconderse arriba del tablao donde su inmenso amor, Lalita, lo protegería junto a Paco, La Palmera, perdidamente enamorado a su vez del joven militante de las Juventudes Socialistas Unificadas. Sus amigos del barrio y camaradas, junto a otros miles, terminarían en cambio en las cárceles de Franco; muchos fusilados.
En la España cálida de primavera, helaba en el alma de miles. “Volví a preguntarme por qué no nos fusilaban a todos, por qué no nos liquidaban de una vez en lugar de matarnos tan despacito tantas veces, tantas pequeñas muertes de hambre, de tristeza, de humillación”.
A la vez, el Partido Comunista se reconstruía en la clandestinidad y había logrado ingresar unas multicopistas para la impresión de publicaciones. Pero rotas.
Silverio el Manitas, detenido, arreglaba todo. Toñito pidió a su hermana Manolita, la “Señorita Conmigo No Contéis” -lo que respondía siempre que su hermano le decía que militara con ellos-, que inventara una boda con Silverio para poder ingresar a la prisión un plano de las máquinas de impresión y ver cómo repararlas. Aceptó. “Tendría que acudir a una cita con un desconocido que me acompañaría al escondite donde un partido clandestino guardaba unas máquinas destinadas a imprimir propaganda ilegal. Al pensarlo, sentí que todos mis huesos se ahuecaban de golpe, y me pareció mentira haber llegado tan lejos”. Aún así, no lograrían repararlas. Otros serían los triunfos.
Vencer, algunos, la persecución y delación del traidor Orejas, amigo del barrio, militante igual que Toñito, temible torturador por décadas una vez que se pasó de bando. Vencer el hambre, la humillación, las tristezas. Hacer nuevas compañeras, las mujeres de las filas de las prisiones. Reconstruirse en la clandestinidad. Proteger Manolita a sus hermanas Isa y Pilarín, del hambre primero, de las monjas que las trataban como niñas esclavas en el supuesto colegio en el que hacían de sirvientas gratuitas. Y su respuesta, cambió de destinatario y de sentido: a ellos que oprimían sus vidas, decía ahora con fuerza, “que nunca jamás podréis contar conmigo”.
Eran triunfos, algunos, ínfimos en sus vidas cotidianas, que los sostenían a pesar de todos los padecimientos. Es “que la verdad que nos había aplastado no era definitiva, porque no era plana, simple, sino un poliedro con muchas más caras de las que se apreciaban a simple vista”. Las caras de Toñito, Lalita, Silverio, Manolita, y tantos más. Y desde su precaria casa construida con Silverio en el campamento de prisioneros condenados a trabajos forzados, Manolita sabía que “para las mujeres de Cuelgamuros la felicidad era una consigna, el grito mudo que recordaba a los de abajo (de Madrid) día tras día, que su victoria no había sido bastante para acabar con nosotras, que preferíamos vivir en los márgenes, en casas sin agua y sin luz, edificadas con nuestras propias manos, a habitar en el centro que habían levantado sobre nuestra ruina”. Otras resistencias, invisibles y desconocidas, que parecen de novela.