A partir de
Memorias de la casa muerta, de Fiodor Dostoyevski
Un preso, de la nobleza, condenado a 10 años a la fortaleza en Omsk, Siberia, se encuentra con el manuscrito “Escenas de la casa muerta” de otro preso, Alexander Petrovich Gorianchikov, que nos da a conocer, para que accedamos, aunque nada, nada, reemplaza la experiencia misma de ese “mundo de historia inverosímil, con sus leyes, ropas, reglas y costumbres especiales”. Presos, aunque “todo el pueblo en toda Rusia, llama al delito desgracia, y al delincuente desgraciado”.
Un mundo como una casa muerta, en el que los días se suceden rutinariamente, donde “el don de no admirarse de nada era allí la mayor virtud”, porque “hasta qué punto portentoso se acostumbra a todo el hombre”. Y donde ninguno penetra profundamente en el corazón del otro, aún pasando allí miles y miles de días cumpliendo sus condenas. Repasa cada hecho que constituye la vida allí: la bebida, las reyertas, el trabajo, y “el dinero (que) es libertad amonedada”, los animales que los acompañan, el carácter de los guardias, las funciones que cumplen cada uno de los desgraciados. Repasa los trabajos forzados, los castigos corporales legales, las obras de teatro de los presos, el hospital, las comidas, las fiestas santas, los baños. Con divisiones de clase que se mantienen en su interior. Y divisiones en categorías legales. Y divisiones sobre la base de las características particulares de cada uno y de cada grupo.
Estudiaba a los hombres y su carácter. No pedantemente, sino en forma práctica: “mi primera pregunta al entrar al presidio fue ésta: ¿cómo conducirse, qué actitud adoptar frente a estos hombres?”. Y reconociendo la infinita diversidad de la vida, y la profunda vida interior en el presidio. Y conoció a Petrov, que su mal era que “cuando quería mucho una cosa, no tenía más remedio que conseguirla”, o a Luchka, un hombre templado que “aunque hubiese matado a siete hombres, en el presidio nunca a nadie infundió miedo, no obstante querer él, acaso, pasar ante todos por un hombre terrible”. Aunque reconocía que “es muy difícil comprender a los hombres, aún en largos años de trato”. Vivían tristes, pero pasado el primer año debía “aceptarla como un hecho perfectamente consumado”. Eso le permitió acceder más profundamente a ese mundo de historia inverosímil. Y concluir que “basta solamente levantar la cáscara exterior, artificial, y mirar la almendra más atentamente, más cerca, sin prejuicios, para descubrir en el pueblo propiedades que no sospechábamos. No es mucho lo que pueden enseñar al pueblo nuestros sabios. Es más: rotundamente afirmo que de él tendrían que aprender ellos”. Sin olvidar los bestiales, sedientos de sangre, que se convierten en tiranos de sus semejantes, en quienes “el hombre y el ciudadano mueren para siempre”. Reconoce la perenne inquietud, esa de vivir con la ilusión de la libertad, como viviendo allí de paso, en un ensueño.
Un informe de la vida de los desgraciados. Para interpelarnos: “¡Y cuánta juventud no se sepultó inútilmente tras esas paredes, cuántas grandes energías no se perdieron aquí sin provecho! Y, para decirlo todo: esa gente era una gente extraordinaria. Puede que fuera la mejor dotada, la más fuerte de todo nuestro pueblo. Pero sucumbieron en balde energías poderosas, sucumbieron de una manera anormal, ilegal, irreparable. ¿Y quién tiene la culpa de ello?”.
En esta época de la seguridad ciudadan, con ese odio que supura contra los presos y emerge aún en situaciones trágicas en las cárceles como vimos recientemente, esta interpelación, ¿no debería volver a tocar nuestros corazones, y nuestra reflexión?