A partir de
Las abuelas, de Doris Lessing
Los ’30. Los ’60. Los ’90. ¿Qué tienen de común? Esa Inglaterra. El escándalo secreto. El anhelo de otras vidas.
Con unas jóvenes y bellas abuelas, con dos atractivos hijos, y el descubrimiento de “aquel amor que no se atrevía a revelar su nombre”, escandalizando a sus nueras. No, no era lo que se veía desde fuera, pero “dentro de aquellos hogares abiertos al sol, a la brisa marina, a los sonidos del mar, había no obstante habitaciones en las que nadie entraba, salvo Ian y Roz, Tom y Lil”.
Victoria, una negra bella de un barrio periférico de Londres que pertenecía “a la otra mitad de la gente” para la familia Staveney, rica y famosa, pero como su padre, un socialista inglés chapado a la antigua mandaba a la misma escuela que Victoria a sus hijos, Thomas dio una hija a Victoria, Mary, que tuvo otro hijo con un cantante pop que murió al tiempo, Dickson. Los Staveney se encariñaron con Mary, y le ofrecieron un futuro mejor, empezando por inscribirla en una escuela de categoría. Buenas intenciones y también, comenzarían a vivir dos mundos diferentes, pero sería mejor para Mary, ¿o no?
La promesa de los Doce de una vida mejor, chocando con su entronamiento del dirigente, al que culpaban del destrozo de los sueños, para descubrir que ellos lo entronizaron.
El hijo del soldado James Reid con Daphne en su paso hacia la India por Ciudad del Cabo, su vuelta a Inglaterra, su matrimonio con Helen, descubriendo que “no estoy viviendo mi propia vida, ¿entiende? Esta no es mi verdadera vida. No debería vivir como vivo”.
Es que, tal vez, como recitaban los soldados destinados a la vieja colonia inglesa, “las ciudades, los tronos y las potencias permanecen erguidos en el ojo del tiempo, casi el mismo tiempo que las flores, que día tras día perecen; pero, así como brotan nuevos capullos para los contentos hombres nuevos, de la exhausta e inconsiderada tierra las ciudades surgen de nuevo”.
Aunque tal vez, solo tal vez, si vivieran sus propias vidas, puedan ser las ciudades las que perezcan.