Porái, de José Miguel Varas

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Porái, de José Miguel Varas

 

Llegó a Varazón, donde “había poca gente. Todos eran pescadores, menos el carabinero, se entiende; y el cura, que nunca le trabajó un cinco a nadie; y el zapatero. Que hacia ojotas y componía redes”.

En su pueblo era lustrador de zapatos, pero ya estaban grandecitos y con un amigo “nos echamos los atados al hombro y partimos”.

Trabajaron en todo. Fueron a los calabozos por vagos. Se enamoraron de todas las mujeres que se encontraban en su camino. Promovió una huelga de pescadores, allí, en Varazón, que duró 12 días y nadie sabía lo que era porque llegaba un diario una que otra vez. Se vestía como el Zorzal, después de ver películas de Carlos Gardel en el Teatro del pueblo. Para sobrevivir organizaban peleas de box. Se hacían pasar por “faquires”, y “vendíamos piedras blancas para la suerte y yerbas para el empacho, para el mal jurado, para no tener guagua y para que los novios fueras fieles. Decíamos la suerte. También teníamos espinas de la Corona del Señor, astillas de la Cruz, botellitas con agua de la que le manó del costado cuando le dieron el lanzazo y piedras con la Cruz”.

¿Y cómo sabemos todo esto? Porque allí en Varazón, donde terminó quedándose, “les contaba de lo que había visto ‘por ái’, sin darme cuenta el nombre me fue quedando Porái. Al cabo, nadie me llamaba de otra manera”.

Otro “hablador”, de por acá. No nomás un lustrabotas de pueblo y buscavidas. Un contador de historias. De los que no se ven, pero que siguen recorriendo caminos y calles, solo basta abrir los ojos y los oídos.

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