Bola de sebo, de Guy de Maupassant

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Bola de sebo, de Guy de Maupassant

 

Huían, derrotados, los ejércitos propios. “Llegaba el ejército alemán”, ahora, “dueños de la ciudad, de las fortunas y de las vidas por ‘derecho de guerra’. Los vecinos en sus habitaciones en penumbras, sentían el enloquecimiento que provocan los cataclismos, los grandes trastornos homicidas de la tierra, contra los cuales resultan inútiles prudencia y fuerza”.

Normalizada la vida bajo la ocupación, diez personas obtienen una autorización del general en jefe para dejar la ciudad, en una gran diligencia de cuatro caballos. Tres familias ricas, el señor y la señora Loiseau, mayoristas de vino; el señor Carré- Lamadon y señora, empresario textil, oficial de la Legión de Honor y diputado provincial; el conde y la condesa Hubert de Breville; dos monjas; Cornudet, el demócrata, “terror de la gente respetable”; una “mujer galante, célebre por su gordura precoz que le había valido el sobrenombre de Bola de Sebo”, Elisabeth Rousset. Práctica y alegre, había preparado una cesta de comida, que los salvó a todos del hambre: el viaje fue largo, frío, cansador, la devastación de la guerra casi no había dejado puestos en el camino.

Su generosidad permitió la conversación que antes no se podía por las diferencias que los distanciaba a todos en esa diligencia, a pesar de estar uno pegado al otro. Elisabeth contó que cuando ocuparon su pueblo, “se me revolvió la sangre de cólera y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh, si yo fuera un hombre! … vinieron a alojarse en mi casa; entonces me tiré a la garganta del primero. ¡No son más difíciles de estrangular que otros! Y lo hubiera rematado, a aquél, si no me hubieran agarrado del pelo. Después de eso, tuve que esconderme. Y por último, cuando se me presentó la ocasión, me marché, ¡y aquí me tienen!”.

Finalmente se toparon con un pueblo. Todavía hambrientos y cansados se detuvieron a comer. Ocupado por los alemanes, su jefe, exigió de Bola de Sebo que se acostara con él, o no los dejaría proseguir a su destino. Ella se negó, no por pudor, por patriotismo.

El resto, se dispuso a conspirar para que cediera. Contaron relatos de las heroínas de la historia y su sacrificio por los demás; de los mártires y santos de la iglesia; el propio conde habló con ella francamente.

A la mañana siguiente el jefe alemán los dejó partir. De nuevo en la diligencia, ninguno le habló, “como si portara una infección”. Bola de sebo, lloraba.

Lo que no habían logrado los alemanes, lo lograron sus compatriotas preocupados egoístas de su propia seguridad. Las grandes pruebas, desnudan la naturaleza de cada uno; y, también, todo lo trastocan, la dignidad en la humillación, el pudor y las grandezas en la bajeza.

 

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