A partir de
Ojos azules, de Arturo Pérez- Reverte
“La última matanza” de aztecas, provocada por el capitán Alvarado a traición durante una fiesta. “Cortés fue a echarle la bronca”, pero era tarde, aunque Alvarado le había explicado que “al que madruga Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde”. Pero fue su última matanza.
“Llovía sobre Tenochtitlán” y estaban rodeados de “mexicanos sedientos de venganza”. Cargaron el oro que correspondía al rey y Cortés autorizó que cada uno tomara lo que pudiera antes de la huida. Los más jóvenes así lo hicieron. Los veteranos, “procuraban ir sueltos de cuerpo, sin mucho peso”.
No así el soldado de ojos azules, porque “a su regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de Dios, tierra de caínes esquilmada por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno”.
¿Cómo ellos ahora? A la codicia, unió la impunidad del conquistador. Antes de partir huyendo, “pensaba en ella”. Fue solo un momento. “Sólo es una india”, “una perra pagana”. Antes, cuando la embarazó, la había echado a patadas, “a ella y al bastardo pagano que llevaba en la tripa”.
Por eso al ser cazado por los aztecas por resistirse a dejar el oro que cargaba, se resistió también a abandonar su fugaz paso como conquistador. En la pirámide donde los destriparían, vio que ella lo miraba, y antes de morir, solo pensó “ojalá mi hijo tenga los ojos azules”.
Fugaz orgullo de su pequeño poder pasajero, que aunque irremediablemente pierde con su último suspiro, se niega a abandonar, aun a costa de su vida.