A partir de

Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda

“Es la selva que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas”.

Solo a algunos se les mete dentro. En unos casos, “los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”. No era así para el viejo Antonio José Bolívar Proaño. Vivió entre los indios shuas, y “era como uno de ellos, pero no era uno de ellos”. También, supo de “el descubrimiento más grande de su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra la ponzoña de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía que leer”.

Conocía como nadie la selva. Cuando apareció un cadáver y el inútil y soberbio del alcalde pretendió inculpar a los indios, dio fácilmente con la verdad: al gringo lo mató una hembra de tigre por haber matado a sus tigrecillos recién nacidos, y advirtió que ahora todos los hombres de allí serían blanco de su furia. Así fue, y los cadáveres se sumaban. El alcalde ordenó una batida.

Antonio José Bolívar enfrentó al animal, su inteligencia de cazadora, su venganza asesina. Armado, la mató. No sintió alivio. “Lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla … arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas”.

Maldijo al gringo que inauguró la tragedia y se “echó a andar en pos de El Idilio, de su choza y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana”.

¿Cuántas veces, benditas, una y otra vez, las lecturas de “palabras tan hermosas” nos permiten olvidar barbaries grandes o pequeñas, encontrar antídotos contra ponzoñas variadas e implacables?